Artículo/Article
por
Patricio Fontana
(Universidad
de Buenos Aires – CONICET, Argentina)
RESUMEN
En
este artículo se analiza la zona que Ricardo Rojas les dedica
a la obra y a la vida de Domingo Faustino Sarmiento en la Historia
de la literatura argentina
(tomo “Los proscriptos”) para rastrear la relación
crítica que en esas páginas se establece entre crítico
y autor. Entre otras cosas, se analiza cómo, a partir de un
drástico proceso de abreviación y síntesis de la
textualidad sarmientina, Rojas intenta arrogarse una autoridad que,
en definitiva, produce una inversión de roles entre maestro
(Sarmiento) y discípulo (Rojas) que alcanzará su máxima
expresión en un texto posterior de Rojas (al que este artículo
apenas alude): la biografía de Sarmiento El
profeta de la Pampa
(1945).
Palabras clave: Ricardo Rojas – Domingo Faustino Sarmiento – autor – crítico – relación crítica
ABSTRACT
In
this article, the zone that Ricardo Rojas devotes to the life and
work of Domingo Faustino Sarmiento in the Historia
de la literatura argentina
(volume “Los proscriptos”) is analyzed, in order to trace
the critical relation that these pages establish between critic and
author. Among other aspects, there is a study on how, from a drastic
process of abridgement and synthesis of Sarmiento’s work, Rojas
tries to assume an authority that ultimately produces an inversion of
roles between master (Sarmiento) and disciple (Rojas) that will reach
its maximum expression in a late text by Rojas (to which this article
scarcely alludes): Sarmiento's biography El
profeta de la Pampa
(1945).
Keywords: Ricardo Rojas – Domingo Faustino Sarmiento – author – critic – critical relation
CITA SUGERIDA
Fontana, P. (2016). El
crítico contra los “falsos discípulos”:
Ricardo Rojas lee a Sarmiento en la Historia
de la literatura argentina. Orbis Tertius, 21(24), e017. Recuperado de http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/article/view/OTe017
Más allá de gustos o disgustos, más allá de coincidencias o disidencias, nadie podría negar –nadie debería negar– la importancia y, sobre todo, la ambición del trabajo de Ricardo Rojas (1882-1957) al encarar, y llevar a buen término, su Historia de la literatura argentina, que escribe y publica entre 1917 y 1922. Nadie, nunca, volvió a emprender una tarea similar. Nadie, nunca, se atrevería a hacerlo.1
Pero en esta ocasión, antes que analizar la totalidad del trabajo de Rojas, me interesa especialmente inquirir cómo en esos cuatro gruesos tomos incluye, o intenta incluir, la obra de Sarmiento, compuesta nada menos que por 52 tomos. Esto forma parte de un proyecto mayor y es, también, una suerte de trabajo preliminar que busca sondear las razones por las cuales, dos décadas después de finalizada la publicación de la Historia, Rojas escribió, en 1945, una extensísima biografía de Sarmiento (728 páginas en su primera edición) cuyo título es El profeta de la Pampa. Vida de Sarmiento por Ricardo Rojas.2 También, estas páginas involucran un tema que me ha interesado particularmente en los últimos años, y que rastreé en diversos trabajos sobre la obra crítica de Juan María Gutiérrez: la compleja relación entre crítico y autor.3
Sarmiento, en principio, es para Rojas un personaje omnipresente, ubicuo. Sarmiento –nos asegura Rojas– no podía faltar en su Historia: es un autor central, medular. Testimonio de esto es que, en el largo apartado que le dedica en “Los proscriptos” (apartado de tres capítulos con el que cierra ese tomo), afirma que si bien Sarmiento es el proscripto por excelencia “pues en tierra extranjera escribió sus mejores libros y fue durante la emigración el más locuaz durante la tiranía” (1957: 317), podría haber tenido, cómodamente, su lugar en “Los gauchescos” (“Tentado estuve cuando escribía ‘Los gauchescos’ de incluir a Sarmiento en aquella serie aunque desdeñó tanto a los gauchos”), en “Los coloniales” (“Sarmiento reapareció nuevamente en ‘Los coloniales’ a los ojos del historiador mientras reconstruía la tradición española […]”) y aun en “Los modernos”, último tomo de la Historia:
Yo sé que a la fuerza ha de volver bajo mi pluma el nombre de Sarmiento, cuando escriba ‘Los modernos’, porque su libro Conflicto y armonías de las razas en América remueve la tradición indígena, que a ratos desdeñó malhumorado, y su prédica de inmigración y educación buscaba el arquetipo de nacionalidad que los argentinos no estamos ciertos de haber realizado en medio de nuestro mercantilismo sin bandera. (1957: 317).
Para usar una expresión de David Viñas, habría que decir que, desde la perspectiva de Rojas, Sarmiento es una suerte de “mancha temática” en la Historia.4 Esto, por un lado. Pero al mismo tiempo quiero destacar algo más, que se repetirá una y otra vez: Rojas asegura que Sarmiento desdeñaba a los gauchos, pero que sin embargo escribió con precisión sobre ellos; lo mismo con respecto a los indios, a los que “a ratos desdeñó malhumorado” (énfasis mío; nótese el uso del mismo verbo), pero de los que sin embargo removió su “tradición” en Conflicto y armonías de las razas en América. Un movimiento similar realiza con respecto a España: “Combate a España, pero el castellano es su lengua. […] Tiene el don hereditario de la más rancia casticidad” (1957: 342),5 o cuando asegura que “no puede ser considerado como federal quien prohijó la Constitución de 1853”, pese a haber sido perseguido por “unitario” (1957: 361). Es decir, parte de la operación crítica de Rojas consiste en ir más allá de la superficie del texto sarmientino y detectar odios que no son tales; desdenes que son, secretamente, devociones; repugnancias que son, antes bien, ingredientes constitutivos de su fisiología. Esta operación de desciframiento o revelación le permite a Rojas detectar en Sarmiento un “arquetipo de nacionalidad” que él buscaba desesperadamente desde la primera década del siglo XX en textos como La restauración nacionalista (1909) o Blasón de Plata (1912).
“Hombre asombroso y contradictorio” (1957: 317), asegura Rojas de Sarmiento. En relación con esto, el crítico e historiador anhela –y cree conseguirlo– desarmar esa contrariedad y ese asombro y entregar a su lector un Sarmiento uniforme, homogéneo, transparente.
Para lograr ese objetivo, y, en parte, como en el caso de Juan María Gutiérrez con la obra de Esteban Echeverría, en principio Rojas considera que la obra escrita de Sarmiento debe ser, antes que nada, ordenada, clasificada y, sobre todo, condensada. Rojas parece estar convencido de que el lector común no puede enfrentarse, sin más, directamente, a esos 52 volúmenes atiborrados de materiales diversos. Por ello, el crítico e historiador se obsesiona por poner en orden ese caudal escriturario, al que considera un caos. Para ello, en principio, realiza en 1911, en colaboración con sus alumnos, una Bibliografía de Sarmiento, sobre la que, no sin soberbia, certifica:
[…] ese libro que es índice, biografía y bibliografía del Maestro […] tiene, en parangón honroso, las mismas omisiones y presuras de aquella gran existencia, pero que ofrece a cambio de sus fallas, la visión panorámica del espíritu enorme, cuyo fruto póstumo es: perspectiva nueva sobre aquella obra hasta hoy no contemplada en la visión sintética que los grandes acontecimientos humanos adquieren a la luz de la posteridad. (1957: 329).
Pero no contento con esto, en una extensa nota al pie que corona el capítulo X, Rojas sostiene que debería hacerse una edición de las Obras de Sarmiento que contara no con 52 sino, tan solo, con “10 tomos en 8º”. Y enseguida, aumentando la apuesta, sostiene: “creo posible también llegar a una abreviación mayor, resumiendo el enorme conjunto en dos tomos, uno titulado Autobiografía (narraciones, descripciones, etc.) y otro Ideario (con sistematización de sus doctrinas por las páginas fragmentarias que lo contienen)” (1957: 329).
De lo que se trata, entonces, es de entregar al lector un Sarmiento legible por abreviado al máximo y por sistematizado. Esos son, pues, verbos clave en la lectura de la obra de Sarmiento que hace Rojas en su Historia: abreviar y sistematizar. Es lo que va –y este es el testimonio extremo de esa empresa– del pasaje de 52 tomos a tan solo dos (es decir, al 4% del total).6 Las contradicciones, lo asombroso de una obra, se controlan, se mantienen a raya, de ese modo: abreviándola, sintematizándola. El crítico –o este “crítico dictador”–7 debe, primariamente, conjurar el “genial desorden” (1957: 372), el despilfarro escriturario. Para traducirlo a términos gauchescos, Rojas se propone domar, sofrenar, la montaraz textualidad sarmientina.
Pero por qué se puede manipular con esa impunidad crítica la obra de Sarmiento; por qué se puede pasar de 52 tomos a 10 y luego a 4. Rojas no justifica esa licencia crítica en ese momento de su análisis sino varias páginas después, cuando se aventura a decir que Sarmiento, en rigor de verdad, no fue autor de ningún libro verdadero. Y así, hallamos que Rojas encuentra en Sarmiento el mismo problema que descubrirá, en el tomo titulado “Los modernos”, en los escritos de Lucio V. Mansilla, Eduardo Wilde, Miguel Cané (hijo) o Santiago de Estrada, a los que denomina, se recordará, “Los prosistas fragmentarios”.8 De este modo, sorpresivamente, para Rojas, que en su Historia busca desesperadamente el libro nacional, Sarmiento es, también, frustrantemente, un prosista fragmentario. Así las cosas, de dos de los textos de Sarmiento de los que, creo yo, nadie negaría que son libros de una contundencia innegable (Facundo y Recuerdos de provincia), asevera sin reparos: “Si se apura el análisis ni el Facundo ni los Recuerdos son verdaderos ‘libros’, en el sentido de lo que llamaré la estructura mental de la obra” (1957: 370). Habría que decir, y aquí radica una suerte de paradoja, que Rojas, como crítico-editor, hace libros –10, 4– con escrituras que Sarmiento creyó libros, pero que, en realidad, no lo eran.9
Esta atribución que se arroga Rojas con respecto a la obra de Sarmiento puede verificarse, mejor que en ningún otro lugar, en el modo en que aborda el Facundo, al que le dedica un extenso apartado en el capítulo XII, titulado “Principales libros de Sarmiento”, 10 algo de lo que se ha ocupado en especial Diana Sorensen hace dos décadas (1996) en las páginas finales de El Facundo y la construcción de la cultura argentina, donde recorre de manera diacrónica las diferentes lecturas del libro de Sarmiento, desde las de Juan Bautista Alberdi o Valentín Alsina hasta las de Rojas o Leopoldo Lugones.
En su Historia, Rojas en principio afirma que Sarmiento, estimulado por sus amigos ante el éxito de los “Apuntes biográficos sobre Aldao” (1957: 355), consideró la posibilidad de escribir “una obra de mayor aliento dentro del género” (1957: 355, énfasis mío). Vale decir, aunque más ambiciosa, Facundo sería, como el Aldao, una biografía. Enseguida, Rojas asegura que la originalidad de Facundo estaría en la “asociación que hizo [su autor] de la vida del héroe con el ambiente geográfico y con los problemas urgentes de la organización nacional” (1957: 356). Finalmente, luego de esas consideraciones más o menos precisas, en el desarrollo del análisis asevera que la “estructura íntima” del libro permite escindir en él tres elementos “visibles”:
Descubro [sic] en él un elemento biográfico, formado por lo que Sarmiento atribuye a Quiroga y a Rosas; un elemento político, formado por lo que escribe sobre unitarios y federales; un elemento sociológico, formado por lo que discurre sobre la civilización y la barbarie americanas. Todo eso es transitorio, y el nuevo lector habrá de considerarla según las circunstancias en que el autor se hallaba en 1845, más las rectificaciones o palinodias que el autor proclamó generosamente después de 1880. Esto es como la “clave” del Facundo, desgraciadamente olvidada por su lectores modernos, y que es menester ponerla aquí para la más completa interpretación del libro. (1957: 357).
Menos que la cuestión del género, a Rojas lo preocupa el modo en que Facundo debe interpretarse en el momento en que escribe la Historia. Facundo es para Rojas un texto que hay que leer cautelosamente, armado de instrucciones y advertencias que él está dispuesto a ofrecer al lector incauto. En este sentido, es un libro que le genera muchos problemas, al que le cuesta enfrentarse (al que parece no querer enfrentarse). En cuanto al género, en primer lugar concede sin más vueltas que estamos ante una biografía. Luego, sin embargo, para poder discernir qué es válido y qué no en él –para poder alcanzar su “completa interpretación”– se ve en la necesidad de embrollarse en el discernimiento de “elementos”, “estructura” y “clave” que, aunque no se lo diga de ese modo, parecen aludir a cierta “mezcla de géneros”11 y al crítico –este crítico– como el único legitimado para poder distinguir en ella qué es lo rescatable y qué no.
Enseguida, desestima el libro como historia, refiriéndose a la “escasa” (1957: 358) autoridad de Sarmiento como historiador. Habría una “pasión” en el genio sarmientino que el crítico, desapasionadamente, debe saber deslindar, para no redundar en errores de interpretación que otros críticos, apasionados como el autor, han cometido, empantanándose en el texto: “Estos son hechos que los críticos apasionados del Facundo han perdido de vista también, y de los cuales no es posible prescindir si se desea clarificar desapasionadamente el libro” (1957: 359, énfasis mío).
Al respecto, la principal preocupación de Rojas es denunciar la “fórmula” civilización y barbarie por lo que tiene de “parcial y peligrosa”. Lo fundamental, en este punto, es que no se trata de una disputa con Sarmiento –a quien justifica coyunturalmente–12 sino, antes bien, contra “algunos sociólogos” (cuyos nombres, precavidamente, no da): su “sentido social [el de la fórmula] ha variado completamente desde entonces [1845]”, asegura. Con el tiempo, pues, Facundo ha devenido, para el crítico, no historia ni sociología sino “mito”, “epopeya”.13 Así las cosas, Facundo se transforma en una suerte de trofeo, de texto en disputa por el que Rojas, en la segunda década del siglo XX, rivaliza en la Historia con otros críticos, historiadores o “sociólogos”.14 Diana Sorensen asegura que “Al apropiarse del discurso de Sarmiento, Rojas lo manipula y lo lee ‘en contra’, señalando las contradicciones en las posiciones de Sarmiento de modo de promover sus propios valores” (1998: 205). Estoy relativamente en desacuerdo con estas afirmaciones; es cierto, por un lado –y esto se vio en las páginas anteriores– que Rojas manipula el discurso sarmientino y que hace ello para promover su propios valores; pero, sin embargo, creo que ese “en contra” va menos dirigido a Sarmiento que a lectores contemporáneos, o previos, a Rojas. Quiero decir: la disputa de Rojas –el “en contra”– es menos con Sarmiento que con intelectuales de fines del siglo XIX y comienzos del XX cuyos nombres, como ya dije, calla o da por sobreentendidos.15
De lo dicho hasta aquí me interesa destacar algo en especial: Rojas claramente le da a Sarmiento un papel preponderante en su Historia. De eso, no hay duda. Pero no lo festeja sin más. No lo coloca, inmediatamente, en un conjetural Parnaso argentino. Siente que debe corregirlo, enmendarlo, anotarlo, explicarlo, reducirlo: dominarlo; vale decir, siente que, por sí solo, Sarmiento –su escritura y sus actos– puede despertar equívocos que el crítico e historiador está en la obligación de señalar y rectificar.
Lo antiguo y raro de la primera edición, casi inencontrable en el comercio de libros, y lo poco accesible de la segunda, que integra (tomo IX) los cincuenta y dos volúmenes de las Obras completas, hacían casi indispensable (cuando apareció en la Biblioteca Argentina) una edición económica para familiarizar con ella a nuestros maestros de enseñanza primaria, y divulgar la que es, no solo una de las obras más serenas y orgánicas de Sarmiento, sino la matriz de donde salieron casi todas las ideas constructivas que esparció en los treinta años sucesivos de su apostolado pedagógico. (1957: 366).
Ahora bien, la colocación de Rojas con respecto a Educación popular emula la que se advirtió con respecto al Facundo: poner el libro en su lugar, advertir la novedad que implicó en el momento de su aparición y señalar los errores o las trivialidades cuya lectura puede revelar en los albores del siglo XX. En otras palabras: Rojas teme que el libro pueda extraviar o confundir a los lectores no avisados. Porque Rojas se quiere quedar con la última palabra sobre Educación popular; no le alcanza con el encomio, con la apología, con el panegírico. Necesita prevenir, precisa advertir sobre los desatinos en los que incurrió Sarmiento. Y así, en uno de los apartados que es acaso de los más elogiosos con respecto a la escritura sarmientina, Rojas no se abstiene de hacer ostensible su licencia para establecer, ya sea para el “lector novel” o para el “lector sabio”, cuál es el punto de vista correcto desde el que debe leerse, por esos años, Educación popular:
El carácter de estas noticias literarias no me permite discutir aquí las diversas ideas que ese libro plantea. Solamente las cuestiones sobre Salas de asilo o sobre Reformas de la ortografía requerirían un extenso comentario. Baste para el lector novel la prevención de que los libros deben usarse principalmente como excitantes de la propia meditación, y no como revelación absoluta de la verdad. En cuanto al lector sabio, le rogamos que no olvide, al juzgarlo, la época y circunstancias en que sus páginas fueron escritas […]. (1957: 369-370).
De lo que hablan estas líneas es, en definitiva, de la autoridad del crítico en relación con el texto y con el lector. Rojas previene, ruega: aconseja. Le pide cautela al posible lector de Educación popular (como también lo hace, como vimos, con el de Facundo). Es más: Rojas enseña cómo debe usarse un libro. Por lo demás, se arroga una licencia interpretativa –una posición crítica– por la cual se siente con el derecho irrecusable de decirle al lector qué debe tomar de Educación popular, y qué debe desechar. De esta cuestión, y de una de sus derivaciones, habla el último apartado de este artículo.
Más allá de la materialidad de su obra (los 52 tomos), y de la posibilidad de manipularla a su antojo: ¿cómo se sintetiza a Sarmiento?, ¿qué es –quién es– Sarmiento para Rojas? Es aquí cuando aparece en esta zona de la Historia, de manera insistente, un concepto romántico16 y algo trasnochado para los años en que Rojas escribe este texto: el de “genio”.
Rojas no niega –por el contrario, lo afirma tajantemente– que Sarmiento haya sido un genio; tampoco niega que otros, antes que él, hayan sabido advertir esa genialidad. Lo que busca, antes bien, es deslindar la síntesis, la unidad de ese genio: una definición que otros, antes que él, no habrían sabido hallar: “[…] la opinión pública y la crítica han coincidido en decir que Sarmiento es un genio, y hasta se ha descrito su genialidad, aunque sin acertar a definirla” (1957: 336).
Como se advierte, se trata de la misma operación que en el caso de la obra escrita de Sarmiento: definir, delimitar, unificar, sintetizar. A Rojas lo desvela, lo enoja, que en Sarmiento se celebre a un genio múltiple, proliferante; él quiere precisar una “totalidad” (un concepto que la modernidad, por esos mismos años, está poniendo –al menos algunos de sus más conspicuos representantes–, en absoluta crisis):
Tenía demasiado prestigio –asegura– la opinión banal que admiraba en Sarmiento al hombre múltiple. La coincidencia de autorizados escritores, y la de cuantos han escrito sobre este héroe, muestra la persistencia y la fuerza de aquel error, que no es, según lo he señalado, sino la manera de ver de sus contemporáneos, simplemente trasmutada, de diatriba en glorificación, después de su muerte. (1957: 339, énfasis mío).
Rojas, pues, es el crítico que viene a corregir errores, a rectificar malos entendidos. Envalentonado, se presenta en la Historia como el único capacitado para medirse con Sarmiento; para decirnos quién fue Sarmiento como “totalidad”.17 Errores, contradicciones, traspiés, puntos ciegos, incluso peligros (como el mal uso de la “fórmula” civilización y barbarie) abundan en la vida y en la obra de Sarmiento, nos asegura Rojas. Pero también nos asegura, y de este modo nos apacigua, que de entre esa maraña de textos, conceptos y acciones él está al tanto de cómo deslindar la “síntesis”. Hay algo sarmientino en este Rojas que sabe develar enigmas: es el Sarmiento de Facundo, obsesionado por explicar exhaustivamente todo, por revelar misterios insondables.18
Hay, también, otra característica del “genio” de Sarmiento que detecta Rojas: su excepcionalidad, su divergencia absoluta con otros genios producidos por Europa. Y en este punto, como en el anterior, Rojas es similar a Sarmiento, que también se encargó –por ejemplo, en Facundo; por ejemplo, en Recuerdos de provincia– de exaltar la diferencia americana.19 Sarmiento, para Rojas, no es ni Napoleón ni Goethe; Sarmiento es “una nueva forma de genio” (así como las novelas de Fenimore Cooper eran, en Facundo, una nueva forma de literatura):
Son nuestro territorio y nuestra nacionalidad un fenómeno nuevo en el mundo, y Sarmiento, que los encarna, concreta una nueva forma del genio, sin precedente en la historia, y seguramente sin posible repetición. […] Es el creador de un molde. Es un genio americano: el arquetipo humano de un continente nuevo, con nuevas novedades e instituciones. (1957: 350).
Por estas razones, Rojas se juzga acreditado para proveer la cabal definición del genio sarmientino; definición que, tipográficamente, decide resaltar con itálicas, como para que se grave indeleblemente en la mente de su lector:
El genio de Sarmiento consiste en haber sido predestinadamente, porfiadamente, inquebrantablemente, y con una desbordante riqueza de sensibilidad, de inteligencia, de voluntad, que superan la media humana, la conciencia viva, personificada y agorera de su Patria, en todas las direcciones posibles del tiempo, del espacio y del espíritu. (1957: 339, énfasis del original).
Esa es la “síntesis” –el término es de Rojas (1957: 339)– del genio sarmientino que se propone –o mejor dicho se impone– al lector de la Historia. Lo curioso es que Rojas afirma que dicha “síntesis” la halló contenida “en los cincuenta y dos volúmenes de sus obras” (1957: 339). ¿Dónde radicaría la curiosidad de la que hablo? En que Rojas, para hallar la síntesis sarmientina, vuelve a los “cincuenta y dos volúmenes”; vale decir, regresa a la proliferación, a lo múltiple. En este sentido considero que Rojas, en la Historia, se presenta como el único capacitado para leer esa descomunal obra, ese caos, que debería permanecer como un arcano para el resto de los lectores; o, mejor dicho, que debería llegar a ellos procesada, en grajeas, mutilada, cribada, por la mediación del crítico, el único portador de la llave –del ¡Eureka!– que permitiría ingresar adecuadamente a ella. De lo que habla todo esto es, entre otras cosas, de la autorización del crítico: del modo en que Rojas se arroga una incuestionable autoridad sobre los autores que analiza. Acaso –insisto: acaso– el convencimiento sobre la existencia de esa autoridad sobre los textos y autores a criticar e historiar era el único punto de partida posible para emprender una obra de la magnitud de la Historia.20 Era necesaria esa confianza, esa persuasión inconmovible sobre el poder del crítico.
Finalmente, me interesa postular que toda esta relación crítica que se establece en la Historia entre crítico y autor apunta a un objetivo mayor: no ya meramente explicar a Sarmiento, no ya hacerlo legible para el lector común, no tan solo darle un lugar en una historia de la literatura, sino hacerlo partidario de una causa que se está jugando por esos años: la de los términos en los que debía plantearse el nacionalismo cultural. Se trata de una batalla en la que Rojas lidia, por ejemplo, con José Ingenieros.21 Por ello, escribe: “Si viviese estaría con nosotros, el gran viejo, como esta noche, mientras tal escribo, siento pasar sobre mi cabeza su inmensa sombra” (1957: 349, énfasis mío). Más que cualquier otra cosa, la intimidad entrañable de esos dos cuerpos –la cabeza, la sombra– habla de ese intento de incautación del legado sarmientino por parte de Rojas; una incautación que se cimentará, o intentará cimentarse, en 1945, cuando Rojas, ahora en función de biógrafo, publique El profeta de la Pampa y se coloque por encima de Sarmiento –no por debajo, como en la imagen de la sombra que propone en la Historia– perfilándose como aquel capaz de saber expresar lo que Sarmiento no alcanzó a decir: “Esto22 –afirma en esas páginas– es lo que Sarmiento no dijo y lo que yo vengo predicando hace casi cuarenta años, para completar el pensamiento del maestro y para rectificar a los falsos discípulos” (1945: 327).23 Y así, en este pasaje de discípulo a maestro, Rojas utiliza a Sarmiento como pedestal o plataforma para construir su propia valía, su propia gloria. No se trata, como en el caso de otros biógrafos, de ganarse, por contagio, por contigüidad entre biógrafo y biografiado, el prestigio de este último. En este, el crítico, historiador y biógrafo es, ahora, él mismo, el maestro.
1 Entre los trabajos más recientes sobre la Historia pueden mencionarse los de Estrin (1999), Martínez Gramuglia (2006) y Mesa Gancedo (2008). Por su parte, sin exagerar, en un texto al que volveré más adelante, Diana Sorensen asegura: “Podría decirse inclusive que Rojas inventó la disciplina de la literatura argentina, no solo porque inauguró la Cátedra correspondiente el 7 de junio de 1913, y creó el Instituto de Literatura Argentina, sino también porque fundó el paradigma de la historia literaria argentina con su obra en siete volúmenes, Historia de la literatura argentina” (1998: 203). El título original fue La literatura argentina y contaba con cuatro tomos; la segunda edición, publicada entre 1924 y 1925, desglosó esos cuatro tomos en ocho volúmenes; el título con el que se la conoce, Historia de la literatura argentina, pertenece a la tercera edición, de 1948, que consta de nueve volúmenes (Martínez Gramuglia 2006).
2 Según el diseño de la portada de la primera edición, el sintagma “por Ricardo Rojas” pareciera formar parte del título, y no ser meramente un indicador de autoría. Así, ya desde ese paratexto, Rojas nos asegura que ése es su Sarmiento (Sarmiento que, como veremos, es el correcto, el interpretado en buenos términos contra los dislates de los discípulos apresurados o directamente equivocados).
3 Al respecto véanse Fontana (2011, 2014a, 2014b y 2015)
4 En esta misma línea, Fermín Rodríguez asegura: “Las dificultades que tiene Ricardo Rojas para encontrarle un lugar a Sarmiento en su Historia de la literatura argentina da cuenta de esta excepcionalidad, que pone en peligro toda clasificación. Para Rojas, Sarmiento participa, sin pertenecer a ella, de todos los lugares posibles de la literatura argentina” (2012: 604).
5 Rojas caracteriza a Sarmiento como un “Hidalgo viejo de Castilla” (1957: 343). Esto, que en Rojas es un elogio, había sido, en un texto de Juan Bautista Alberdi de 1876, un insulto. Allí Alberdi conceptúa a Sarmiento como un castellano viejo que impide la realización de los planes ferroviarios del empresario norteamericano William Wheelwright, a quien elogia hasta el paroxismo: "[…] el nombre y la personalidad de Wheelwright simbolizan la industria moderna en sus tribulaciones con las rutinas rancias del sistema colonial, simbolizado por castellanos viejos [vg. Sarmiento], disfrazados con trajes parisienses" (Alberdi 1876: 255-256, énfasis mío).
6 El texto de Jean Starobinski “La relación crítica”, cuyo origen es una conferencia dictada en Turín en 1967, y que me fue de mucha utilidad para pensar este trabajo, remite el término crítica “al verbo griego krinein emparentado con el latín cerno […] [en donde] encontramos las imágenes de la selección, la criba, el harnero” (Starobinski 2008, 15). En efecto, el crítico Rojas, como es evidente, criba la obra de Sarmiento, la selecciona, elimina impurezas (según el Diccionario de la Real Academia Española, el verbo cribar, en su primera acepción, significa “pasar una semilla, un mineral u otra materia por la criba para separar las partes menudas de las gruesas o para eliminar las impurezas”). Rojas llega incluso a utilizar esta metafórica agrícola referida a la tarea crítica cuando asegura que la obra de Sarmiento es una “cosecha que no ha sido aún espigada” (372). En otras palabras, la idea de elección (término que Starobinski usa con frecuencia) está muy vinculada a la de crítica –o al menos a la de cierta crítica–, y esto es notorio en el trabajo que hace Rojas con la obra de Sarmiento.
7 Tomo el concepto de Rüdiger Safranski, quien define al “crítico dictador” que postula o impone el Romanticismo como aquel que ejerce una crítica “que se sumerge ella misma en la obra extraña [en este caso la de Sarmiento] y ‘reconstruye’ su espíritu con el espíritu propio” (2012: 64). Starobinski, por su parte, a partir del libro de Albert Thibaudet Fisiología de la crítica, se refiere a “tres variantes de la crítica”: la espontánea, la profesional y la de los maestros. Considero que Rojas gusta colocarse entre el crítico profesional (es decir, el que “restituye los textos para reagruparlos y para enseñarlos” (2012: 22)) y el crítico maestro (vale decir, la crítica “que practican los propios escritores (Hugo, Baudelaire, Mallarmé, Valery) cuando se expresan acerca de ‘el genio, el género, el libro’” (2012: 22)).
8 Me ocupé de los “prosistas fragmentarios” en Fontana (2014a).
9 Rojas abunda en el uso de la palabra fragmento, o sus derivados, aun en zonas sucintas de su texto (como en la dedicada a Recuerdos de provincia): “fragmentos felices nacidos en instantes de humana emoción” (1957: 372), “verdaderos fragmentos de antología” (1957: 372), “fragmentarias y cambiantes ideas” (1957: 373).
10 Nótese que, en el título del capítulo, Rojas habla de “libros”, aunque después, como se vio, afirme que no escribió, en rigor de verdad, ninguno. En este capítulo, además de Facundo, Rojas se ocupa de los textos de Sarmiento sobre educación –en especial de Educación popular– y de Recuerdos de provincia.
11 La supuesta “mezcla de géneros” en el Facundo es un equívoco que lleva ya varias décadas, y en la que han insistido, entre otros, y por mencionar solo algunos nombres, Alberto Palcos, Noé Jitrik u Oscar Terán. Por mi parte, considero que el Facundo es, desde la “Advertencia” y hasta sus últimos capítulos, una biografía. La biografía admite una pluralidad de discursividades que parecen hacer de Facundo una mezcla de géneros. En esta línea, entre otros, y para dar sólo un ejemplo más, Ricardo Piglia ha asegurado que Facundo “[…] es una máquina polifacética: tiene circuitos, cables, funciones variadísimas, está llena de engranajes que conectan redes eléctricas, trabaja con todos los materiales y todos los géneros. En este sentido funda una tradición. La serie argentina del libro extraño que une el ensayo, el panfleto, la ficción, la teoría, el relato de viajes, la autobiografía” (2000: 47). Por el contrario, postulo que el hecho de que sea una biografía es lo que hace de Facundo una “máquina polifacética”.
12 Esa justificación coyuntural o circunstancial de la “fórmula” se advierte, por ejemplo, en afirmaciones como esta: “La fórmula de Sarmiento encierra solo una verdad pragmática, es decir: utilitaria y ocasional, vigorosa en su tiempo, pero gastada ya en virtud de su propia aplicación social, por haberse transformado tan radicalmente la estructura económica y moral de la nación argentina” (1957: 362, énfasis mío).
13 Es lo que Sorensen, sagazmente, lee como una deslegitimización de la autoridad discursiva del Facundo que se complementa, al mismo tiempo, con un encomio de sus méritos literarios (en desmedro de los históricos): la épica, la leyenda, el mito (Sorensen 1998: 206-207).
14 Más aún, despertando la atención del lector sobre el artículo que Sarmiento escribió para El Debate el 8 de diciembre de 1885 (Día de difuntos) Rojas, haciendo, borgeanamente, de uno y otro el mismo, propone que Sarmiento, ese día, paseando por entre los monumentos del cementerio de la Recoleta: “[…] pudo ver a Facundo transfigurado por el arte; comprender lo que había de epopeya en su libro, y confesarse idéntico, por la sangre racial, con el héroe maldito de otros días” (1957: 360, énfasis mío). Además, así como trata de acercarlo a Quiroga, de solaparlo con él, también trata de acercarlo a Rosas, de congraciarlo, mediante la alusión al texto con el que Sarmiento comentó el trabajo de José María Ramos Mejía, Neurosis de los hombres célebres de la historia argentina, donde afirma: “Prevendríamos al joven autor que no reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a Rosas, en aquellos tiempos de combate y de lucha, por el interés mismo de las doctrinas científicas que explicarían los hechos verdaderos” (1957: 361). Y continúa: “Con esa austeridad confesaba Sarmiento sus excesos polémicos anteriores a 1852 […]” (1957: 351). Así, Rojas busca reorganizar drásticamente, de reordenar, una serie de posiciones políticas que, en el Facundo, quedaban absolutamente claras (y parecían inalterables).
15 ¿De quiénes está hablando específicamente Rojas al referirse a estos intelectuales, a estos “sociólogos”? Uno de ellos podría ser José Ingenieros (1877-1825). Otro, Juan Agustín García (1862-1923) y su La ciudad indiana, de 1901, en donde Fernando Devoto halla una continuidad “con el Sarmiento de Facundo” (2002: 86). También, más generalmente, a toda la sociología positivista que venía pronunciándose desde hacía más o menos cuarenta años, cuando Rojas escribe su Historia. Por lo demás, la vaguedad de la referencia, la ausencia de nombres propios, habla menos que de los otros –de esos innominados “sociólogos”– que de él mismo, de sus objetivos con respecto al Facundo en particular y a la obra de Sarmiento en general.
16 Sobre el romanticismo de Rojas véase Estrin (1999).
17 “Es necesario ver al genio en la totalidad de su carrera para poderlo reconocer; de ahí que sus contemporáneos suelen negarlo; pues, como antes dije, solo pueden percibirlo por parcialidades sucesivas, de tiempo, de espíritu, de lugar” (1957: 334, énfasis mío).
18 “La escritura de Sarmiento tiende a ser exhaustiva, no quiere dejar residuos: todo debe ser explicado”, asegura Ricardo Piglia (2012: 100) en su ya clásico “Notas sobre Facundo”.
19 Sobre el concepto de diferencia americana en Sarmiento véanse especialmente los aportes de Julio Ramos (1989) y Sylvia Molloy (1996). En este punto habría que decir que Rojas, ahora por americano, está en condiciones de hacer algo que un europeo no podría hacer: explicar a Sarmiento. Sarmiento, para un europeo, es –como Rosas lo había sido en su momento, según el Facundo– un enigma indescifrable, una esfinge.
20 El problema de la autoridad del crítico ha sido abordado, entre otros, en Starobinski (1977). En ese artículo, Starobisnki propone que esa autoridad solo puede ganarse cuando la crítica logra algún significado (meaning) del texto al colocarse en un lugar que combina la distancia de la “especulación teórica” (theoretical speculation) con la cercanía, más cercana a la Filología, al hecho (fact) literario, a su objeto (object). Desde mi punto de vista, en Rojas predomina lo que, en términos de Starobinski, sería la posición distanciada, que parte de una posición teórica –o en este caso, filosófica (recordemos que el subtítulo de la Historia es, nada menos, “Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata”)– firme, irrecusable. Starobinski coloca la tarea, y la autoridad, del crítico en el terreno de lo relativo (the realm of the relative); Rojas, contrariamente, pretende ofrecer certidumbres e instalarse en el terreno de lo absoluto.
21 Sobre esta disputa véase, por ejemplo, Degiovanni (2007), donde se analiza escrupulosamente cómo esa contienda cultural se vio expresada en dos colecciones de libros que José Ingenieros y Ricardo Rojas dirigieron por esos años: la Biblioteca Argentina (de Rojas) y La Cultura Argentina (de Ingenieros).
22 Lo que Rojas llama “esto” es, sumariamente, la idea de que “sin autonomía espiritual no hay autonomía económica, y sin ambas no hay civilización ni nacionalidad” (Rojas 1945: 327).
23 Refiriéndose a la crítica sobre Rousseau —incluso a la de Starobinski–, Paul De Man se ha referido a la “actitud crítica del diagnóstico”: “[el crítico] ve a Rousseau como si fuera él quien pide ayuda y no quien da el consejo. El crítico sabe algo de Rousseau que Rousseau no quería saber” (De Man 1991: 126). Es esa inversión de roles, en definitiva, la que se puede advertir en la colocación de Rojas con respecto a Sarmiento. Lo que hay que saber es lo que sabe Rojas, y no lo que Sarmiento no quería saber (o lo que a lo sumo alcanzó a intuir y que Rojas conoce con certeza).
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