Orbis Tertius, vol. XXIII, nº 27, e076, junio 2018. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Dossier
Un arte vulnerable. La biografía como forma

La operación Masotta, un ensayo biográfico

Judith Podlubne
(Universidad Nacional de Rosario)
Cita recomendada: Podlubne, J. (2018). La operación Masotta, un ensayo biográfico. Orbis Tertius, 23 (27), e076. https://doi.org/10.24215/18517811e076

Resumen: El artículo explora las relaciones entre biografía y ensayo a partir la lectura de La operación Masotta, de Carlos Correas. La reflexión en torno al estatuto genérico del libro es recurrente entre los lectores especializados. “Biografía imposible”, “biografía ensayística”, “ensayo biográfico” son algunas de las cláusulas preferidas para caracterizarlo. La forma que el vínculo entre biógrafo y biografiado asume en La operación Masotta es la oportunidad de examinar y argumentar el parentesco que, por la vía de los modos y recursos de la conversación mundana, biografía y ensayo mantienen desde por lo menos el siglo XVIII. La importancia que Correas le atribuye a la anécdota en la escritura biográfica participa de la tradición que aproxima ambos géneros.

Palabras clave: biografía — ensayo — La operación Masotta — Carlos Correas

Abstract: This article explores the relationship links between biography and essay based on the reading of La operación Masotta, by Carlos Correas. There is recurring The discussion about the book's genre affiliation of the book is recurring among specialized readers. “Impossible biography”, “essay-like biography”, “biographical essay” are some of the preferred clauses terms to describe it. The form that the bond between biographer and biographee assumes in La operación Masotta is the opportunity to examine and argue the kinship which —by the ways and resources of the mundane conversation— biography and essay hold since at least the eighteenth century. The importance Correas attributes to the anecdote in biographical writing participates of the tradition that approaches connects both genres.

Keywords: biography - essay - La operación Masotta - Carlos Correas.

Contar la vida, volverla contable

Carlos Correa publicó La operación Masotta (cuando la muerte también fracasa) en agosto de 1991. 1 César Aira, que en mayo había editado Copi y Nouvelles impressions du Petit Maroc, lo eligió “libro del año” en la encuesta de Primer Plano, el suplemento de cultura del diario Página/12. 2 La encuesta proponía distintas categorías, Aira lo votó en todas. Que las fechas importan es una lección cuyas razones aprendimos mejor con su literatura que con la sociología literaria de procedencia contornista, en la que Correas inició su formación intelectual. El método Aira enseña que “la necesidad y el azar se conjugan en la historización de los hechos” (2001:12). 1991 fue también el año de publicación de la biografía de Alejandra Pizarnik escrita por Cristina Piña, que Aira utilizó como “paradigma negativo” para escribir la suya, la primera de las suyas, cinco años después. 3 Al igual que Copi, uno de los libros en los que comenzó a definir su idea del “mito personal del escritor” (el otro es Nouvelles impressions…), Alejandra Pizarnik fue el resultado de las transcripciones corregidas y resumidas del ciclo de charlas que dictó en el Centro Cultural Ricardo Rojas en 1996. En la charla de apertura, Aira señalaba la aparición de la biografía de Piña como un “hecho excepcional de la literatura argentina”. La excepcionalidad no obedecía a las virtudes de la biógrafa (quedaba claro, una vez leídos los argumentos de Aira), sino a la carencia de biografías de escritores en nuestra literatura nacional. El registro de la carencia omitía el acontecimiento rubricado en su elección unánime de 1991. La operación Masotta instauraba una excepción auténtica y por partida doble: constituía la emergencia novedosa de una biografía en un medio escaso y era a su vez un libro único, iconoclasta, en el que la realización y el fin del género confluían.

Dotado de una impunidad creadora desconcertante, Correas escribió La operación Masotta sin saber cómo se escribe una biografía y dedicó el prólogo a presentar una teoría personal del género. Durante años y sin propósito establecido, los materiales de y sobre Oscar Masotta, amigo de Correas desde el comienzo de la década del cincuenta, sobrevivieron a las hogueras periódicas que su piromanía le impuso a aquellos con los que no quería saber nada. La voluntad de salvaguardar esos papeles (cartas, dedicatorias, invitaciones) podría atribuirse a una vocación biográfica temprana; al fin y al cabo, toda su obra manifiesta una constante autobiográfica. “Volver contable la vida”, sostiene Carlos Surghi, “es sin duda el deseo que por detrás de la palabra aúna la obra de Correas” (2007:200). 4 Deseo e ignorancia marcaron su vínculo con el género biográfico. La convergencia resulta providencial si se acepta que, aun cuando acredite una tradición de varios siglos, la biografía siempre será un arte en ciernes. Lanzado al hechizo de la historia que narra, inerme ante el cese de la vida que acabó de contar o expuesto a la contingencia de que un nuevo misterio lo requiera, el biógrafo siempre está por empezar. El desconocimiento del género es a menudo la circunstancia que devuelve a las escrituras de vida la vulnerabilidad necesaria para que prosperen sin coagularse. Cito a Correas:

Escribo este prólogo luego de haber concluido el libro. He intentado una biografía limitada de Oscar Masotta y una aún más restringida autobiografía. Comencé sin saber qué era una biografía; he terminado y todavía desconozco el género literario llamado biografía. Mi escritura no me ha sido un instructivo sobre la biografía. Mantengo solo la ignorancia inicial; esta ignorancia se me ha vuelto un alguien amado y a la vez una incordiante exigencia de superarme para envolverla. Entonces, o bien no he sabido aún hacerme amar y enseñar por la biografía o bien la ignorancia de la biografía es un modo de muerte que me hace destilar más aspereza que la comúnmente deseada. Pienso que ambas opciones se hallan en mi texto (1991: 9).

Con estas conclusiones se inicia La operación Masotta: no hay método para la escritura biográfica y esa falta, la “ignorancia inicial”, que Correas tensiona entre lo amado y lo exigido, pone en juego las inclinaciones afectivas del biógrafo. No se trata solo de afirmar, retomando las cláusulas del autor, que la biografía es un “medio de personalización” y que por tanto “escribir es escribirse” (1979:9). Además de cumplir con esos propósitos, La operación Masotta dramatiza el modo en el que la escritura de una vida afecta al sujeto que narra.

En el reverso imperfecto de la consigna de Juan Manuel Levinas en el prólogo a Los reportajes de Félix Chaneton, “toda autobiografía es una heterobiografía” (1984:12), La operación Masotta podría resultar, entonces, además de una “autobiografía restringida” (el reverso exacto), una variante de las escrituras de sí mismo, en el sentido ético y retórico en el que Michel Foucault las analiza. ¿Cuál, si no el anhelo de mejoramiento y transformación de sí que auguran esas escrituras, sería el supuesto comprendido en el enunciado “no he sabido aún hacerme amar y enseñar por la biografía”? Profesor de filosofía y conocedor de los textos antiguos, Correas introduce esta posibilidad solo para defraudarla: cínico y sucinto, el comentario pone en marcha el teatro del fracaso del biógrafo. Concebida como una “tecnología del yo”, es decir, como el ejercicio espiritual que un individuo realiza sobre sí mismo para su cuidado y perfeccionamiento en vías a constituirse en un “sujeto moral” al margen de toda doctrina, la biografía de Masotta tiene el naufragio garantizado. 5 Por un lado, porque la frustración y el resentimiento son algunas de las pasiones primordiales que la animan y, entonces, el amor a la vida que las escrituras de sí mismo requieren para alcanzar sus propósitos éticos se ve muy debilitado; por otro lado, porque esas pasiones están ya codificadas y remiten a valores establecidos a partir de los cuales el biógrafo compone su imagen de maldito. “El resentimiento, ese ‘sentimiento sartreano’ que te es tan caro” —le escribe Masotta en una carta que Correas cita (1991:40). La conciencia y el ejercicio del mal, como alternativa de salvación moral ante una experiencia que se justifica en el hundimiento, resumen el catecismo sartreano, genetiano, del biógrafo. Su apego pertinaz a un credo que en los años noventa exhibe con arrogancia la médula anacrónica, el mismo con que ajusticia como defecciones los cambios de Masotta desde los años sesenta, define el rasgo distintivo de la figura de escritor marginal, refractario a las modas, que Correas prevé para sí mismo desde mucho antes. En este sentido, en el que el biógrafo no sabe pero tampoco quiere dejarse instruir por la biografía, porque en rigor sabe demasiado como para verse afectado por la vida que narra (sabe, entre otras cosas, del rédito literario de la representación del fracaso), La operación Masotta resulta la puesta en escena de un sartrismo obstinado y demodé, provechoso en términos de autofiguración narrativa.

A semanas de la publicación del libro, la lectura pionera de Hugo Vezzetti indaga el alcance testimonial de esta actuación. Incluido en el número 41 de la revista Punto de vista (diciembre de 1991), su artículo “Oscar Masotta y Carlos Correas” propone considerar el volumen como “una historia en primera persona del sartrismo porteño y sus consecuencias en el proyecto de ‘inventar un tipo de intelectual’. (Vezzetti, 1991: 36)” La operación Masotta permitiría “explorar inicialmente los obstáculos de esa identificación (con Sartre) y las ambigüedades de los mandatos resultantes” (36). Dedicado a los años cincuenta, el primer capítulo documentaría el desajuste entre los ideales sartreanos de bastardía y marginalidad y las posiciones sociales en las que Correas sitúa la construcción intelectual del terceto que compartía con Masotta y Juan José Sebreli. El capítulo de los años sesenta testimoniaría, por su parte, el momento inicial del pasaje de Sartre (y Marx) a Lacan y la correspondiente recolocación de Masotta en el escenario intelectual. En ambas interpretaciones, el interés en el valor documental del texto prevalece por sobre la atención a su fuerza performática —con ella me refiero tanto a lo que el biógrafo hace consigo y su sujeto en la escritura, como a lo que el lenguaje, la escritura de una vida, hace con el propio biógrafo. Esta prevalencia decide para Vezzetti el sentido general del libro. Si bien su comentario pondera el estilo subjetivo como el principal atributo del volumen, “un estilo dotado de una fuerza y una originalidad que no tiene parangón entre lo publicado en los últimos años” (35), el ejercicio de la primera persona es apreciado sobre todo por sus efectos deficitarios. Cuando evalúa el relato sesgado que Correas compone del Masotta sesentista, la elección del biógrafo se torna descuido. Escribe Vezzeti:

La declinante y decepcionante década del sesenta —en la visión de Correas— es reconstruida casi únicamente como ciclo de formación del “masottismo”: para lo cual debe descuidar una consideración que atienda a esa trayectoria abierta y temáticamente heterogénea (del psicoanálisis a la historieta y del “pop-art” a la semiología y la crítica literaria). Lo menos que puede decirse es que el Masotta sesentista así propuesto —justamente cuando se acentúa la búsqueda de distancia a través del análisis de los “textos públicos”— es una construcción retroactiva, realizada desde el desemboque en ese rol autoungido de evangelizador del lacanismo en dos continentes […]Sucede que si se trata de examinar la colocación de Masotta en el psicoanálisis, la cuestión fundamental —¿qué hay de perdurable en los textos psicoanalíticos de Masotta y en las consecuencias teóricas e institucionales de su enseñanza?­— es inabordable si no se incluye un examen de situación del campo psicoanalítico (36).

Pero Vezzetti sabe que no se trata de eso en La operación Masotta. “Evidentemente”, dirá pocas líneas más abajo, “no entra en los propósitos de Correas un ejercicio analítico de la trama de factores que se conjugan en esas dos décadas” (37). ¿Por qué entonces registrar como una negligencia lo que se sabe es una decisión? ¿Para qué empeñarse en señalar la contextualización como una falta cuando se reconoce que la tarea escapa a los propósitos de Correas?

Consecuente con los intereses que habían orientado sus investigaciones hasta ese momento (La locura en Argentina se publicó en 1983 y Freud en Buenos Aires en 1989), Vezzetti lee La operación Masotta desde los protocolos comunes al grupo Punto de vista, del que es integrante —lo que no significa, por supuesto, que sus aciertos y fallas manifiesten una responsabilidad compartida. Como Aira, aunque sin su unanimidad, Beatriz Sarlo elige el libro de Correas en dos de las ocho categorías propuestas por la encuesta de Página/12: “mejor libro nacional” y “mejor libro de no ficción nacional”. El voto de ambos rescata La operación Masotta de la categoría “libro ignorado”, tan ignorado que ninguno de los más de cincuenta consultados lo incluye siquiera en esa clase. 1991 fue también el año de publicación de dos estudios fundamentales sobre un segmento del mismo período revisitado en el libro de Correas: Nuestros años sesentas, de Oscar Terán, e Intelectuales y poder en la década del sesenta, de Silvia Sigal. 6 Guillermo Saavedra, crítico de Clarín en ese momento, los elige en la categoría “mejor libro de no ficción”. La coincidencia cronológica debe haber acentuado las expectativas y demandas de testimonio que guiaron la lectura de Vezzetti tanto como contribuido a que sus argumentos perdieran de vista que, desde la contratapa del libro, el testimonio ve amenazado su cumplimiento línea a línea.

Evidentemente escrita por Correas, aunque sin firma, la contratapa, una de las más extravagantes de la literatura argentina, sitúa La operación Masotta en un marco filosófico que asume la complejidad del vínculo biógrafo y biografiado entre sus puntos de partida. Cito el primer párrafo:

Que las muertes queden esclarecidas parece tarea policial. Esclarecer vidas, tarea filosófica. Pero desde que Hegel confirió estatuto filosófico a la policía, ambas tareas se interpenetran. La pura y sobresaliente exterioridad que logra la policía prontuariando biografías hasta extraer la muerte que pulsa dentro de cada vida debe instruir a la filosofía que en el presente busca ser filosofía biográfica. A Oscar Masotta ha perseguido entregarse este modo contemporáneo del pensar filosófico. De Oscar Masotta ha tendido a apoderarse este sesgo de la biografía por el que ahora se quiere la filosofía. Pero la filosofía, fiel a sí misma en el modo de no dejar de transformarse, ha de instar asimismo la interioridad por la que biografiado y biógrafo alcancen rachas de vida suficientes para ganarse y persistir en el lector.

Para apreciar sin reducir el carácter vital que Correas le otorga a la relación entre los sujetos de la biografía, conviene atender al paralelismo que la cita propone cuando atribuye a la exterioridad de los prontuarios policiales la posibilidad de extraer muerte de las vidas y a la interioridad entre biógrafo y biografiado, la de obtener rachas de vida en el relato. Por si hiciera falta aclararlo, las posiciones enunciativas de Terán y Sigal son contrarias a la de Correas, en tanto ambos se precaven de la proximidad con los sucesos narrados. Aun cuando reconocen ámbitos de pertenencia distintos —la historia de las ideas, en el primer caso, y la crónica sociológica, en el segundo— comparten las cautelas. Las “Advertencias” de ambos libros especifican que, a pesar de que el período estudiado coincide con las trayectorias intelectuales de los autores, la investigación ha tomado la distancia necesaria para preservar la materia analizada. Un “constante intento de objetividad” custodia el trabajo de Sigal (1991:11); la esperanza de “haber superado el círculo encantado de la propia subjetividad”, el de Terán (1991:12). El tenor subjetivo del estilo de Correas no desdice sin embargo la impresión de Vezzetti cuando señala que en La operación Masotta “hay muchos núcleos disponibles (…) para la reconstrucción y formación de identidades, creencias y valores en la zona crítica del campo intelectual de esos años” (1991:36). Pero sucede que más significativa que la existencia misma de esos núcleos es la audacia con que Correas elige dejarlos vacantes, sorteando las generalizaciones, para que la figura de Masotta, y la de su vínculo con él, crezca, incluso mediante la injuria, hasta la condición de exponente único. El Masotta de Correas es un prototipo impar, un mito, en el sentido estricto que el autor le atribuye al término, un mito, más que un modelo de las subjetividades de época.

La operación Masotta integra la serie que en la literatura argentina inaugura “Roberto Arlt, yo mismo”, el texto en que Masotta apela a Michel Leiris, menos para exponerse al peligro siempre módico y controlado de confesar quién se es —“en toda confesión uno quiere ser absuelto”— que para correr el riesgo de ensayar en la escritura quién se será en lo escrito. (Leiris 1976:13). “Aprendí de él que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás”, escribe Masotta (1968:190). El compromiso era entonces con uno mismo, con la falta de consistencia fundante de la propia subjetividad. Cuando el yo afirma su estabilidad, tarde o temprano se deja oír la discontinuidad que la soporta. Como Masotta, Correas cumple con el deseo de hacer un libro que sea un acto. Un libro-acto en el que asumir el riesgo de dejar de ser uno mismo se muestra como la condición necesaria para realizarse por completo.

He escrito este libro en una real y entera soledad. No lo he “compulsado” con grupos de amigos ni de interlocutores; no lo he sometido a autoridades sugeridoras; no lo he discutido con representantes institucionales ni con otros testigos e interpretantes del devenir de Oscar Masotta. Yo me basto y mi versión de Masotta me es tan única que solo yo podría agregar o quitar un encomio, una incerteza, un despropósito, un veredicto. Una vez, hablando él y yo de Renée Cuellar, Oscar me dijo: “Creo que es la mujer de vida”. Yo no creo, sé que Masotta es mi hombre (Correas 1991:16).

Su firmeza subjetiva es estentórea. Ha desistido de toda colaboración ajena, se ha negado a contrastar versiones, ha elegido limitarse a su estricto archivo personal de documentos y recuerdos, presenta una versión única del biografiado. 7 La cláusula deliberadamente ambigua con que se cierra el fragmento (“Masotta es mi hombre”), una ambigüedad paradójica, que leída en sí misma suma consistencia al carácter de biógrafo autosuficiente, arroja un resto de sentido imprevisto, derivado del tenor excesivo que atribuye al vínculo con el biografiado. En la dirección que abre ese resto, Masotta es el hombre, la escritura de una vida, que Correas compone con los impulsos y afectos de la propia; es decir, no solo con los materiales salvaguardados y las decisiones tomadas, sino también con las inclinaciones afectivas que desgarran, enrarecen y revitalizan esos materiales al tiempo que extravían o contradicen esas decisiones. “Como en todo acto, lo que está en juego es un desdoblamiento de la subjetividad y la emergencia de una significación suplementaria que puede trastornar algunas de las funciones previstas por las convenciones del género” (Giordano 2011: 136).

La doble implicación del biógrafo, consciente e inconsciente, perturba la regla básica y siempre activa de la biografía tradicional. Todavía en 1984 León Edel recomienda “que lo mejor que puede hacer un biógrafo es cultivar su conciencia y reconocer la amenaza constante que el ‘envolvimiento’ representa para su objetividad” (1990: 52). Como las mejores biografías, La operación Masotta realiza una vez más el fin de la forma universal del género. La ansiedad de Correas entona un réquiem apresurado y desprolijo, forzando un falso desacuerdo con Borges —justo con Borges- a quien Aira acababa de ungir “maestro biógrafo” de la literatura argentina (1991: 59):

Dice Borges —escribe Correas— que la inocente voluntad de toda biografía es ejecutar la paradoja evidente de que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero. “Toda biografía”: un Borges aplicado a alcanzar el eidos de la biografía, pero es una apariencia: podríamos citar centenares de presumibles o “reales” biografías que aquel eidos no incluye (9).

“Una vida de Evaristo Carriego”, las biografías sintéticas de El Hogar, sin ir más lejos. La disidencia constituye el expediente artero, oportunista, con que el biógrafo, anacrónico en sus disputas (todavía peleando con Borges), justifica apenas la extravagancia de su empresa. Correas no cuenta la historia de Masotta sino la vida de una relación tensa, amorosa, maquinada en la rivalidad, melodramática, infamante, en la que se asume copartícipe declarado. “Intento reencontrarme con el Masotta que fue para mí y para el que yo fui.” (Correas 1991:13. Las cursivas son mías.).

Volver contable la vida implica ante todo asumir la encrucijada temporal que el desdoblamiento subjetivo le impone a la narración. El tiempo de la biografía no es solo el del escrutinio del dato, el testimonio o el documento histórico, sino también el del presente de la actividad mitopoética. El prólogo de La operación Masotta encuentra un anticipo involuntario en el de las Cartas del noviazgo de Soren Kierkegaard que Correas había escrito más de una década antes. Desde su punto de vista, la dinámica del mito no se reduciría a la búsqueda del tiempo perdido, sino que consistiría en experimentar —y hacer experimentar—en el presente la virulencia esencial de un pasado estructuralmente inconcluso. Lo ocurrido retornaría tal y como nunca había sido vivido. La actividad mitopoética propiciaría “que el acontecimiento pretérito volviera a darse en la fuerza de su acontecer, que lo pasado vuelva a pasar; y aquí —remata el autor— es secundario que ese acontecimiento haya sido real o imaginario” (1979:35). El mito no se confundiría con un rescate crítico o celebratorio del biografiado sino que operaría su renacimiento en el lenguaje. Compuesta con materiales del pasado, esta vida nueva traería al presente, animaría y transfiguraría los sucesos pretéritos irresueltos. No se opondría a la vida real como lo ilusorio a lo verdadero sino que sería otra vida: la del Masotta de Correas (“el Masotta que fue para mí”). ¿Qué relación mantendría este Masotta con el verdadero? ¿Cuál sería el verdadero? ¿El Masotta de Masotta? ¿El Masotta de los otros? ¿De cuáles otros? ¿De quienes tuviesen de Masotta un conocimiento objetivo y lo generalizaran por mediación conceptual, y comenzaran por disolverlo para luego reconstruirlo en la teoría? ¿Nos daría este mecanismo por resultado el Masotta real, descripto o explicado? La serie de interrogantes que consigno repite la que Correas proyecta sobre la Regina Olsen de Kierkegaard. La respuesta que brinda prefigura el sentido que orienta su ejercicio biográfico.

Regina misma es la ocasión de su mito, y si entendemos que esa “Regina misma” es la singularidad de Regina amada por Kierkegaard: mitificar es un trabajo de la afectividad. Y sobrecogerse, apasionarse, respetar, odiar…, amar a otro son modos de descubrir su singularidad, y así, la singularidad como tal. Irreductible, incomparable, irrepetible, subjetividad absoluta, ¿cómo podría la Regina amada ser el referente de un saber objetivo? (23).

Como trabajo de la afectividad, el mito restituye la importancia del saber subjetivo en la escritura de una vida, se afirma como un modo específico del saber de lo singular. La operación Masotta muestra aquello que, de no mediar el prejuicio contencioso, Correas habría aprendido con Borges: que la ética de la escritura biográfica remite antes a la del ensayista que a la del historiador. El adverbio tiene aquí un valor lógico más que temporal, aunque también temporal. Como el ensayista, para Correas el biógrafo reconoce “en la existencia […] la fuente de todo saber, el origen no conceptual de toda construcción conceptual, de toda organización significativa de la realidad” (53). Dar con la singularidad del otro —tal vez el verbo resulte más ajustado que “descubrir”, en tanto preserva el carácter fortuito del encuentro— implica arriesgarse a experimentar la propia, sustrayéndose a las determinaciones generales que agitan las pretensiones de objetividad características del conocimiento categorizado. En este sentido, se dirá, Masotta es lo que le pasa a Correas —pero si y solo si se acepta que la subjetividad del biógrafo es siempre la de un sujeto en riesgo: “un hechicero hechizado por sus propias hechicerías, o, más llanamente, un producto de su propio producto” (28). El “Masotta que fue para mí” es inescindible del “para el que yo fui” no solo porque biógrafo y biografiado se requieran mutuamente, como de hecho sucede, o porque el componente autobiográfico sea un factor ineludible del género, sino también, y en lo fundamental, porque la biografía vive del cruce imprevisto de las singularidades de ambos.

“No enseño, cuento”

El vínculo entre biógrafo y biografiado es un asunto obligado para los lectores y estudiosos del género por lo menos desde fines del siglo XVIII, cuando James Boswell apuntó el controvertido mandato de Samuel Johnson acerca de que “los únicos que pueden escribir la vida de alguien son aquellos que comieron y bebieron y tuvieron trato social con él” (2007: 291). Digo “por lo menos desde entonces” porque dos siglos antes los Ensayos de Montaigne, que se tradujeron de inmediato al inglés y cimentaron la extensa tradición del ensayismo anglosajón, habían desarrollado buena parte de las cuestiones que la emergencia de Boswell iba a plantear a la biografía. Los Ensayos contienen el germen de la subjetividad moderna. La sentencia de Johnson alentaba una conclusión ya discutible al señalar la ventaja de quien escribe habiendo conversado con su sujeto y quien lo hace limitado a la compulsa de documentos y testimonios de terceros. Sería un error confiarle a esta conclusión el giro propiciado por Boswell. Sin embargo, el acierto de su escritura parece proceder del ánimo que la alienta. A diferencia de la prosa de Johnson, que carecería del vigor de su oralidad, a punto tal que Thomas De Quincey la elige como contra ejemplo de ese “poder específico”, la escritura de Boswell captaría el ingenio conversacional del biografiado (2016: 22). Virginia Woolf observaba que La vida de Samuel Johnson había transfigurado el tenor de las vidas narradas al hacer sencillamente que biógrafo y biografiado “hablaran con su voz natural”. Hablar con voz natural había sido el propósito de Montaigne desde la nota inicial “Al lector” de sus Ensayos. 8 Los modos y recursos de la conversación mundana promovieron una nueva forma del saber que, en el caso del ensayo, cuestionaba la sistematicidad y voluntad pedagógica del tratado teológico y, en el de la biografía, el relato ejemplarizante de las acciones y hazañas que acaparaban las variantes heroicas del género.

En cuanto oímos esas palabras [las de Boswell y Johnson] —apuntaba Virginia Woolf— somos conscientes de que existe entre nosotros una presencia de una magnitud incalculable, que seguirá resonando y reverberando en círculos cada vez más amplios, por más que cambien los tiempos, por más que nosotros cambiemos. Es ahí donde todas las vestimentas, tapujos y decencias de la biografía caen al suelo. Ya no es posible sostener que la vida consiste en actos solamente, o en obras realizadas. Consiste más bien en la personalidad. Se ha dado suelta a algo a cuyo lado todo lo demás resulta frío e incoloro. Nos vemos libres de una servidumbre que a partir de ese instante se nos antoja intolerable. Ya no estamos obligados a pasar con solemnidad, con rigidez asfixiante, del campamento militar a la cámara del consejo. Podemos sentarnos, incluso con los más grandes, con los mejores, alrededor de una mesa. Y podemos conversar. 9 (2016: 345. Las cursivas son mías)

La conversación está en la base del ensayo y la biografía modernos. En 1742 David Hume celebraba que los hombres dedicados a las cuestiones del intelecto estuviesen superando la división entre eruditos y conversadores que había empobrecido la tarea de ambos en las décadas anteriores. 10 El mundo de la conversación cotidiana restituía a las belles lettres el interés por la vida, el placer de las buenas compañías, la libertad y agilidad de pensamiento que solo se ejercita en la inmediatez de estos intercambios. El mundo erudito, por su parte, brindaba temas derivados de la historia, la poesía, la filosofía o la política, que protegían la conversación de anegarse en una serie continúa de observaciones vanas. La biografía y el ensayo ofrecían ámbitos proclives a esta convergencia. El recurso a la anécdota, el pormenor, las digresiones, los rumores, atestiguaba el apego de ambos géneros a los valores de la conversación mundana—entre ellos, y para decirlo con la fórmula de Montaigne, el que establecía que en la conversación “el azar manda más que yo” (1997:77). 11 Esta era la enseñanza principal que biógrafos y ensayistas extraían del trato con los conversadores: escribir como se habla implicaba devolver lo enunciado al sinfín de las enunciaciones, estar dispuesto a perderse a sí mismo en lo dicho. Esa experiencia, que sinceraba el modo de relación con el saber —“no enseño, cuento”, Montaigne otra vez—, transformaba para Virginia Woolf la temperatura y el color de la biografía permitiendo que asomara una personalidad.

En 1910 Georg Lukács había postulado el parentesco entre ensayo y retrato en un sentido congruente al que podría establecerse entre ensayo y biografía (1985:28-31). Sin embargo, no reparé en la comunidad de ambas escrituras sino hasta después de conocer “La biografía y su forma. Una lectura de Adorno”, el texto que Aldo Mazzucchelli presentó en el Coloquio “Literatura y vida”, organizado en Rosario en junio de 2016. Autor de La peor de las fieras humanas, una biografía portentosa de Julio Herrera Reissig, Mazzucchelli proponía lo que este libro ya había demostrado: que las buenas biografías son siempre ensayos biográficos. La idea de ensayo biográfico cuestionaba la antinomia entre el lenguaje del escritor y el de la conversación o la vida pública, con la que Marcel Proust había impugnado el método Sainte Beuve, pionero de la crítica biográfica. Inspirado en el juicio de Adorno, que distinguía a Sainte Beuve entre los precursores del ensayo moderno, Mazzucchelli proponía la implicación mutua de ambos dominios sin subsumir uno en otro.

Sugiero la posibilidad de que se haga literatura (aun en un sentido proustiano) con el mundo y la “vida” de un escritor, de modo que las series literarias de uno y otro, del escritor (es decir, la sustancia de su obra, los signos de su corazón) y de su vida (es decir, los signos de la conversación) se evoquen como series paralelas, se imanten y mimeticen unas con otras y generen un tercer espacio (Mazzucchelli 2016: 3).

Las razones para llamar a ese tercer espacio ensayo biográfico, y no biografía a secas, remitían al reconocimiento de que las características diferenciales del ensayo adorniano (indisciplina, ametodicidad, parcialidad, amor a lo particular y rechazo de lo general) configuraban también los rasgos fundamentales de la escritura biográfica. 12 No podría ser de otro modo una vez establecida la falta de identidad entre el orden de la experiencia y el orden del lenguaje. De todos aquellos rasgos, constitutivos de una forma del saber dispuesta a acoger esta falta como punto de partida, el vinculado al uso inmediato y “sin ceremonias” del concepto de Adorno alcanzaba una relevancia específica en la idea de Mazzucchelli. El ensayo biográfico partiría de datos preexistentes, de apilamientos de facticidades, y con ellos resistiría, constantemente y si se pudiese hasta el final, a cualquier ordenamiento prefigurado según las series de sentido ya existentes. El presupuesto de la tarea confiaba en el carácter indeterminado, coyuntural e impositivo de los conceptos establecidos y proponía como objetivo del ensayo biográfico el trabajo de desestabilización de los estereotipos vigentes en torno a un personaje y su época. El trabajo era en rigor un juego —“Fortuna y juego son esenciales al ensayo”, escribió Adorno (1998:247). El juego del relato que, al dejarse llevar por lo amado y lo odiado, en lugar de sólo pretender contar las cosas tal y como habían sucedido (en caso de que algo así fuese posible), elidía las generalidades para concentrarse en una singularidad: la vida nueva resultante de una combinatoria peculiar de datos, sucesos, coincidencias y casualidades. El propósito del ensayo biográfico no sería estrictamente contar la vida de una persona, los acontecimientos vividos por el biografiado, sino, para decirlo en los términos de Correas, “eternizar la singularidad” que deriva del encuentro circunstancial entre biógrafo y biografiado.

La operación Masotta cifra el cumplimiento de ese propósito en las virtudes de la anécdota. El dominio de la anécdota, con sus versiones, reverberos e inacabamientos abre la escritura biográfica al medio indeterminado de lo imaginario (o lo mitopoético) y define para Correas el corazón del género:

Entonces sí diremos que “toda biografía” —la conclusión es también un cierre abrupto al malentendido sobre Borges— debe contener anécdotas. Solo los pedantes teoricistas y demás ralea desprecian o temen la anécdota: en esta (la anécdota literaria, ya “de vida”) la idea se reúne con la emoción y ofrece la mayor esperanza de efecto sobre el lector (Correas 1991:10).

La invectiva prolonga sus reparos reiterados contra el llamado “pensamiento contemporáneo”, esa modalidad maníaca y corporativa del saber (los calificativos le pertenecen) que Masotta habría encarnado en los años sesenta. La extemporaneidad, afirma Correas, una vez más vía Kierkegaard, nos permite “tener por un mito ‘el pensamiento contemporáneo’, un inencontrable eternamente presente, cuya búsqueda, en verdad, se decide a través de éste o aquel pensador” (1979:39). ¿La defensa de la anécdota insinuaría la desconfianza en el documento? ¿Carecerían el documento, y el examen de la obra, agrego, de las bondades de la anécdota para suscitar emoción en el lector? ¿Reeditaría Correas el mandato de Johnson? Las respuestas positivas a estos interrogantes propician el consenso de los lectores especializados en torno a la idea de que el libro se debilita tras el capítulo dedicado a los años cincuenta. 13 En ese momento comienza el relato del alejamiento de Correas y Masotta y, en consecuencia, merma la cantidad de anécdotas compartidas. Sin embargo, aunque la distinción queda entredicha en el prólogo, la escritura del libro la desdice. A partir del capítulo sobre los años sesenta, Correas prioriza el comentario de los escritos de Masotta y de los documentos vinculados a él. La manipulación y la lectura que hace de esos materiales no difieren demasiado del trato que le brinda a las anécdotas. En uno y otro caso, el biógrafo no solo se interesa por aprehender el sentido de los textos, sino que también se deja capturar por los tonos y señas enunciativas que lo muestran insaturable.

La prescripción que encabeza la cita —“toda biografía debe contener anécdotas”—introduce una serie breve de primeros momentos con el amigo. La serie culmina con un gesto, “la sonrisa sesgada de Oscar”, cuya descripción puntualiza sin proponérselo el modo en que Correas reconoce, ya no en la anécdota estricta sino en el gesto que la vuelve infinita, “el encuentro de la universalidad del concepto y de la singularidad de la persona” (1979:39). De la contingencia de este encuentro, del trastrocamiento temporal que suscita, procede su sensación de vida. Cito el fragmento aunque extenso, porque ofrece una resolución en acto del modo en el que la ocurrencia de lo singular descompone el dominio establecido del concepto.

Un material al servicio de una anécdota para siempre inconclusa habría de ser asimismo mi recuerdo de la imagen visual de la sonrisa sesgada de Oscar cuando caminábamos de noche por las calles de Boedo. “Para siempre inconclusa”, pues si bien esa sonrisa me lo entregaba entero, era porque yo deseaba esa sonrisa y porque, según el Kierkegaard que ya leíamos, “la fuerza del deseo consiste en ser absoluto en el instante”; solo la ilusión retrospectiva podría hacernos figurar que en esa sonrisa estaban ya, verbigracia, las posteriores palabras de Oscar ante los gallegos de Vigo. “Para siempre inconclusa”, porque si las sonrisas combatían entonces el horror de y por nosotros mismos, también el hombre entero —con su pasado, presente y futuro— se hallaba en la sonrisa, aunque de manera borrosa e indefinidamente indeterminada. Lo sabíamos, aunque no lo habláramos: cargábamos, si bien con las debidas dichas y corajes, con presentes tan abyectos que el elemento del futuro era pura e inasible angustia. “Para siempre inconclusa”, pues con mi muerte morirá la sobrevida o el sentimiento de aquella sonrisa socarrona que me venía de costado en una noche porteña, y cuyo sentido y cuyo sinsentido jamás poseeré en su entraña, pues el segundo no es menos íntegro que el primero. Como yo también sonreía, pienso ahora que el sesgo de las sonrisas debían de ser en aquel entonces el órgano a través del cual percibíamos el mundo para nosotros: una vida y una obra oblicuas, configuración prolongada en larva que muere de consunción sin poder declarar su verdad, pero su verdad de mero sesgo (1991:11).

La anécdota es minúscula, casi inexistente en su trivialidad: Correas y Masotta caminan juntos en la noche porteña. Se camina mucho por Buenos Aires en la literatura de Correas. La interferencia del gesto, el retorno del instante en que el amigo sonríe, vuelve interminable la escena. Lo singular se absolutiza; la “sonrisa sesgada de Oscar” (Correas elije llamarlo “Oscar” en este momento) condensa un universo de sensaciones difuso.

Mientras caminan, Correas y Masotta conversan, “alacranean”. El alacraneo juvenil, la crítica encanallada, describe el temperamento disidente del trío de jóvenes intelectuales que integran junto a Sebreli en los años cincuenta. Socarrones, cancheros, maledicentes, maliciosos, sartreanos. Esta idiosincrasia conocida, perfilada por los estudiosos a lo largo de las décadas, habría agotado el sentido de la anécdota de no verse investida por el afecto que el recuerdo del biógrafo proyecta sobre la circunstancia. Leída como el detalle realista que dota de verosimilitud a la situación, la “sonrisa sesgada de Oscar” sólo habría sumado una cualidad más a la socarronería, el cancherismo y la maledicencia compartidos. Revivida por el deseo del biógrafo, desvía los sentidos cristalizados de la época y descompleta la escena. “Lo que nos suena ‘de época’ —apunta Mazzucchelli (2016: 6)— ya está sancionado de antemano por el concepto.” La potencia de la “sonrisa sesgada” deriva de su capacidad sustractiva: no consuma el significado de la situación, no describe un modo particular de la misma, sino que la suspende, la indetermina, la vuelve única y absoluta. Convierte esa sonrisa socarrona en una mueca “cuyo sentido y cuyo sinsentido jamás se poseer[á] en su entraña”. Escandida por el gesto, la anécdota no importa por su valor representativo sino por el “momento de verdad” que la atraviesa y desmorona las intenciones ilustrativas. El “momento de verdad” es “la plusvalía de la anécdota”, no se aviene a las convenciones mimética de un realismo escolar, sino que remite a la emergencia de lo ininterpretable en lo dicho, al instante en cual ya no hay nada que decir (Barthes 1987:337). 14

Contrarios a la suspensión, el exceso o la plenitud de sentido hacen fracasar la anécdota. El relato que Correas ofrece del último encuentro con Masotta se lee como el reverso de aquella escena inicial. La injuria agota la fuerza ilocucionaria del episodio. La escritura biográfica es capturada por el ánimo detractor que la inspira desde el comienzo. “¿Cómo invalidar a Oscar Masotta o, en general, cómo se invalida un hombre?” (1991:178) es la pregunta que punza y disloca todos los enunciados del libro. Los disloca, hace que resuenen, los desestabiliza, pero rara vez consigue que el propósito invalidante se consume en forma unívoca. La iniciativa de Correas admite por esta vía un precursor literario remoto, acaso ignorado por el autor. La operación Masotta es heredera tardía e impar de la línea de biografías críticas de Lytton Strachey, acusadas de “desacreditadoras” por el cambio de perspectiva que introducen. Aunque tanto Strachey como Correas experimentan con el descrédito y el desprestigio del biografiado —en contextos y con adversarios cuyas diferencias son tan pronunciadas que resulta ocioso señalarlas— en ninguno de los dos casos el efecto del relato se reduce a cumplir este objetivo. 15 Considerado un manifiesto de los biógrafos del siglo XX, el prefacio de Victorianos eminentes retumba en el prólogo y las decisiones compositivas de La operación Masotta. “Los seres humanos —afirma Strachey— son demasiado importantes para ser tratados como simples síntomas del pasado” (1995:14). En la anécdota final, en los interrogantes con que se cierra, Correas traiciona este convencimiento que, sin embargo, había inspirado su libro completo.

La trivialidad de la primera escena contrasta con el clima intimidatorio de la última: una noche de la primavera de 1973, Correas sale de una librería de la calle Santa Fe al 2700 cuando un “inmediato y largo automóvil negro” se detiene junto al cordón de la vereda, frente a él. Correas se inmoviliza. El relato enumera en primer plano las razones del terror que experimenta, todas históricas y documentables: la brutal masacre de Ezeiza, las ejecuciones diarias de sindicalistas, dirigentes políticos, militantes y exmilitantes, el copamiento del Comando de Sanidad del Ejército por parte del ERP, el asesinato de José Ignacio Rucci. De los cinco individuos trajeados de oscuro, que se encuentran en el interior del auto, uno se baja y entra a la librería. Correas mira y ve a Masotta en el centro del asiento trasero, en lo profundo, trajeado también y corbateado. Ambos se miran, se contemplan sin saludarse y sin hacer signo alguno de reconocimiento. El narrador queda capturado por la imagen de la cara que lo mira y que, como “la sonrisa sesgada de Oscar”, hubiera podido volver interminable la anécdota.

Yo seguía parado y la contemplación seguía, pues yo no me iría hasta que hubiera un signo de acercamiento o Masotta desapareciera. Pero no era para mí seguro que Masotta me reconociera: una como bruma flotaba ante sus ojos, en una cara muy blanca; más bien una careta sosa o efigie de opa; al fin, una especie de lenta y suma tristeza pareció deslizarse por esa cara y darle expresividad. ¿Tristeza por él?, ¿por mí?, ¿por los dos? Jamás lo sabré y no me importa. El tipito que había entrado en la librería volvió y subió al automóvil. Se cerró la puerta y el automóvil partió llevándose a Masotta y a sus cuatro acompañantes o escoltas (178).

La ambigüedad domina el instante: Correas no sabe si Masotta lo reconoce, no puede saberlo, no tiene modo de despejar el dilema. La distancia entre ambos se ha vuelto inconmensurable. “En lo profundo” del auto, el amigo se hunde en su imagen: pierde el rostro. De los ojos brumosos a la efigie de opa, su semblante se desfigura: la cara se transforma en careta. Con la tristeza, parece retornar cierta expresividad, pero es solo una apariencia, una impresión que suma al equívoco. ¿Habrá sido en efecto Masotta el ocupante del auto? El narrador no lo duda un instante, y sorprende que no dude, es raro que no se lo cuestione. Si bien las condiciones políticas del momento, ¡el año 1973!, motivan la circunstancia hasta saturarla, los rasgos del personaje, la subjetividad que la biografía ha venido componiendo hasta llegar ahí, no la hacen inmediatamente creíble. Masotta en un grupo de tareas paramilitar resulta una enormidad, que quizá la duda o la zozobra del narrador habrían contribuido a verosimilizar. 16 El exceso de certeza se torna aún más significativo al contrastarlo con otras observaciones de Correas. Unos pocos párrafos más adelante, escribe: “Y es ahora Oscar quien alienta en mí, y yo, sin nombrarlo ni recordarlo y hasta sin saberlo, seguramente lo alucino” (178). ¿Lo habrá alucinado en esa ocasión? ¿Habrá que atribuir el exceso de certeza a la rivalidad alucinada del biógrafo? Se sabe que en el trance de la fascinación lo que se ve se apodera de la vista y lo hace interminable. La frase con que Correas continua el relato una vez que el auto se aleja podría confirmar esta posibilidad: “Yo empecé a caminar Santa Fe, sin recuerdos, pero sin el olvido, hasta ahora, de la visión de ese momento” (178). De haber concluido con el registro de esta visión incesante, la anécdota hubiera dramatizado el odio alucinado del biógrafo, la potencia imaginaria de la fascinación. Sin embargo, las preguntas que la cierran orientan la lectura en la dirección contraria. Correas quiere que la realidad sea efectiva, que la circunstancia sea efectivamente cierta, porque de esa efectividad depende la ejecución moral (y narrativa, aunque no parece advertirlo) del personaje.

¿Quién era ese Masotta? ¿Un enmascarado, por último un verdadero fraudulento? ¿Un secuestrado santón o un jefe mafioso rodeado y transportado por custodios? Tanto da, pienso, responder afirmativamente o negativamente a esas preguntas o a otras que no he escrito. Quise solo relatarle al lector “nuestro” último encuentro, incierto y súbito, pero con un peso de desquiciados años en mi alma (178-9).

Las preguntas desnudan sin esfuerzo su carácter retórico. El usufructo que el biógrafo hace de la ambigüedad de la escena elimina todo rastro de incertidumbre. La lectura retrospectiva expone el alcance preciso y calculado del episodio al agotar su significado en el interés por sembrar la sospecha sobre el biografiado. El planteo de las alternativas es categórico: víctima o victimario, secuestrado o secuestrador. La subjetividad de Masotta queda limitada a encarnar los más siniestros estereotipos de la época. El biógrafo descree de lo que sabe—“Es tener una enana y errónea opinión de lo anecdótico reducirlo a la exterioridad, es decir, en otros términos, al apremio de la vida material” (117) — y cede, sin más, a los favores menudos de la injuria.

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Notas

1 Buenos Aires, Catálogos Editora. Todas las citas corresponden a esta edición.
2 AAVV, “Gran encuesta. Aquí están, estos son”, Primer plano, Página/ 12, Buenos Aires, 29 de diciembre de 1991.
3 Alejandra Pizarnik se publicó en 1998 en Beatriz Viterbo Editora (Rosario) y Alejandra Pizarnik (1936-1972), en 2001, en Ediciones Omega (Barcelona). Ver en este dossier: Analía Capdevila, “La biografía y el ‘mito personal del escritor’. César Aira y Alejandra Pizarnik”.
4 La cita retoma parcialmente el precepto de Juan Manuel Levinas, prologuista de Los reportajes de Félix Chaneton de Carlos Correas (Buenos Aires, Editorial Celtia, 1984), “Para contar una vida, hay que volver contable la vida”, que elegí como título del parágrafo.
5 Sobre el concepto “tecnología del yo”, su función e importancia en el cuidado de sí, consultar Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, La Plata, Altamira(s/f).
6 Ambos, en Puntosur Editores, Buenos Aires. El libro de Sigal tuvo una primera versión en francés, publicada por el Centre d´Etude des Mouvement Sociaux (EHESS) en 1986. La edición de Puntosur lo incluyó en la colección “La ideología argentina”, dirigida por Oscar Terán. El libro de Terán se reeditó en Siglo XXI Editores en 2013, con un extenso estudio preliminar de Vezzetti. Ese mismo año, Interzona publicó la segunda edición de La operación Masotta.
7 En “Del otro lado del horizonte”, de 2001, Sarlo fundamenta el cruce entre ensayo y biografía a partir de este fragmento.

No se puede ir más lejos; todo lo que viene después, el libro entero ya que estas palabras están escritas en el prólogo, queda bajo el signo del yo. Carlos Correas ha cruzado una línea de protección (esa línea que protege al escritor de ficciones y que la crítica se ha encargado de sostener) y muestra lo que solo el género autobiográfico muestra en su ley de “verdad”. Pero fuera de la autobiografía, en el ensayo-biografía que escribe sobre Masotta, quien dice “Masotta es mi hombre” nos incomoda y nos provoca: ¿cómo confiar de allí en más? ¿cómo desconfiar? (En Alberto Giordano (ed.), El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los 80, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2015).

La conclusión atiende al carácter afirmativo de la primera persona y puede leerse como un argumento diferido en favor de la intuición que en 1991 habría diferenciado el entusiasmo de Sarlo del de Vezzetti. Sobre esta diferencia, ver además “Beatriz Sarlo” (entrevista) en Hora, Roy y Trímboli, Javier, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y política, Buenos Aires, El cielo por asalto.

8 “De entrada te advierto que con [este libro] no me he propuesto más fin que el doméstico y privado. En él no he tenido en cuenta ni el servicio a ti ni mi gloria. No son capaces mis fuerzas de tales designios. Lo he dedicado al particular solaz de parientes y amigos: a fin de que una vez que me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así, alimenten más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona. Si lo hubiera escrito para conseguir el favor del mundo, habríame engalado mejor y mostraríame en actitud estudiada. Quiero que en él me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues píntome a mí mismo” (Michel de Montaigne, Ensayos, Barcelona, Atalaya, 2007).
9 Virginia Woolf, “La nueva biografía”, Horas en una biblioteca,Barcelona, Seix Barral, 2016. (El subrayado es mío).
10 David Hume, “De la escritura ensayística”, en Fernando Alfón, (selección y traducción), La razón del estilo. Ensayos anglosajones en torno al ensayismo, Rosario, Nube Negra, 2017.
11 “La ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz —agregaba— sacan mejor provecho de mi ingenio que yo cuando lo sondeo y utilizo estando solo […] Ocúrreme también el no hallarme cuando me busco y hallarme más por encontronazo que inquirien1do en mi entendimiento” (“Del hablar pronto o tardío”).
12 Theodor W. Adorno, “El ensayo como forma”, en Pensamiento de los confines, n° 45, Buenos Aires, octubre de 1998.
13 El testimonio de Juan José Sebrelli, en el corto Ante la ley de Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach, sintetiza esta opinión: “De La operación Masotta rescato la primera parte sobre la amistad y sobre el clima existencialista de los cincuenta, que está muy bien. No hay otro, imprescindible para reconstruir ese clima […] La segunda parte, toda la parte lacaniana y demás, no interesa porque ya ahí Correas no lo veía a Masotta, ya es una cosa más de estudio y a Correas no le interesaba Lacan, como a mí, no nos interesaba Lacan, lo otro es para rellenar el libro, pero, era inevitable, decae”, en https://www.youtube.com/watch?v=579ZnTlLKwo)
14 Sobre el concepto de “momento de verdad”, consultar de Roland Barthes, “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” (El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987) y La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el College de France, 1978-1979 y 1979-1980 (México, Siglo XXI, 2005).
15 En un sentido diferente y por momentos contrario a este argumento, Leonora Djament otorga una importancia central a la injuria en La operación Masotta. “La injuria en este libro se vuelve procedimiento crítico que produce sentido. Si habitualmente la injuria puede ser tomada como una digresión en la cadena argumentativa que define al ensayo como género, en Correas, se produce por momentos el modo inverso: la injuria es el centro del libro, el motor semántico, y las argumentaciones suelen ser digresiones o decorativas” ( “Diario de una traición: La operación Masotta de Carlos Correas”, Boletín 16, Centro de Teoría y Crítica Literaria de la Facultad de Humanidades y Artes (UNR), 2011, en http://www.celarg.org/boletines/index.php
16 Los testimonios de Eduardo Rinesi, Ricardo Piglia y Jorge Lafforgue en Ante la ley coinciden en señalar la inverosimilitud de la escena.
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