Orbis Tertius, vol. XXIV, nº 30, e121, noviembre 2019-abril 2020. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Islas sarmientinas: paisaje y política

Mercedes Alonso

Universidad de Buenos Aires, Argentina

Cita recomendada: Alonso, M. (2019). Islas sarmientinas: paisaje y política. Orbis Tertius, 24(30), e121. https://doi.org/10.24215/18517811e121

Resumen: En tres textos que abarcan desde 1849 hasta 1885, Sarmiento se centra en las islas: la de Más-a-fuera en Viajes (1849), Martin García en Argirópolis (1850) y las del Delta en El Carapachay (1855-1885). Este artículo analiza el modo en que Sarmiento utiliza los tópicos de la isla para desarrollar sus ideas sobre la civilización y para proyectar el futuro de la nación. En cada realización, la isla es a la vez un territorio concreto y un espacio ideal, una dualidad que le permite a Sarmiento interpretar el paisaje como factor de determinación o usarlo para construir sociedades imaginarias con vistas a la transformación del espacio, los habitantes, las costumbres y la sociedad del territorio más amplio de la nación.

Palabras clave: Isla, Utopía, Paisaje, Sarmiento.

Sarmiento’s Islands: Landscape and Politics

Abstract: In three texts that range from 1849 to 1885, Sarmiento focuses on islands: Más-a-fuera in Viajes (1849), Martín García in Argirópolis (1850) and the Delta islands in El Carapachay (1855-1885). This paper deals with the way in which Sarmiento uses the topics associated with the island to develop his ideas on civilization and to design future projects for the nation. In each of them, the island is at the same time a real piece of land and an ideal location, both nature and culture, a duality that allows Sarmiento to read a given landscape as a factor of determination and to build on it towards the transformation of space, people, custom and society on the broader space of the nation.

Keywords: Island, Utopia, Landscape, Sarmiento.

Esta isla afortunada está allí, en la de Más-a-fuera, aunque no sea
prudente asegurar que en ella se halla la felicidad apetecida.
Domingo F. Sarmiento, Viajes, 1849

Cuando Sarmiento parte de su exilio chileno como enviado oficial del ministro Manuel Montt para estudiar el estado de la educación en Europa, lo más civilizado del siglo XIX, se producen dos paradojas. La primera es que la deseada Europa resulta una desilusión que se completará con la entronización de los EE.UU. como horizonte de una civilización definida por la democracia, la navegabilidad de los ríos, el comercio y la empresa individual. La segunda es que para llegar de Chile a Europa hay que recorrer las antípodas de la civilización tanto geográfica como simbólicamente: el mar, el Cabo de Hornos y la isla de Más-a-fuera, primer destino del viaje y objeto de la carta a su editor Demetrio Peña que abre el texto de los Viajes en Europa, África y América (1849). Desde la locomoción a vela que se vuelve símbolo del atraso, todo en ese viaje contrasta con su destino y su objetivo: “Empiezo a mirar como cosa llevadera las molestias que me aguardan en todos los mares y en todas las latitudes, hasta que acercándome a Europa, el vapor venga en mi auxilio, contra la naturaleza indócil” (Sarmiento, 1981, p. 4). La incapacidad para dominar la naturaleza llega al límite con la llegada a la isla “señalada en las cartas y en los tratados como inhabitable e inhabitada” (6) que tuerce el viaje letrado como el viento la marcha del barco.

El episodio señala también las contradicciones del romanticismo argentino. En el estudio de W. H. Auden sobre la iconografía romántica del mar, The Enchafèd Flood (1950), este aparece como el lugar donde ocurren los acontecimientos decisivos, contra la idea clásica del espacio de vaguedad y desorden. Sarmiento, literariamente romántico, elige la imagen clásica. Aunque por un breve momento vislumbre lo sublime contemplando el océano, la experiencia se interrumpe con la caída de un hombre al mar. La naturaleza produce un terror real que impide el goce estético. Sarmiento no puede hablar sobre la experiencia de la naturaleza; la llegada a la isla se vuelve “descomunal aventura” (Sarmiento, 1981, p. 6) recién cuando advierte la presencia humana. La aventura implica la posibilidad de su narración, especialmente cuando, como le ocurre a Sarmiento, recuerda a Robinson Crusoe. La estética romántica que había encontrado su límite en el primer accidente se abandona por completo en el segundo, que desemboca en otro modelo literario. Porque “a cada momento nos venía a la imaginación los inolvidables sucesos de aquella lectura clásica de la niñez” (8) es que nombra “Más-a-fuera” a la isla. A pesar de haber llegado a un espacio que es la contracara del viaje letrado, Sarmiento no puede abandonar la filiación literaria. No importa si incurre en un error –de acuerdo con Fernández (1993) la isla sería, en realidad, Más-a-tierra–; al contrario, ese desplazamiento toponímico señala la necesidad de encontrar una referencia cultural, una “evocación robinsoniana”, como la llama el mismo Fernández (1993, p. 635), que bien podría resultar en una vocación robinsoniana que Sarmiento ejerce años después en otras islas.

La referencia a Robinson responde a la suposición de que toda cultura marítima es anglosajona, que también conduce a las asunciones sobre los habitantes de la isla. Sin embargo, no es tan claro que esas referencias repitan el texto europeo sobre América como afirma Jorge Monteleone (1998), ya que la reescritura de la robinsonada se aparta del modelo inicial. “Lo que veíamos era la misma situación del hombre en presencia de la naturaleza salvaje, y sacado de quicio, por decirlo así, en el aislamiento para el que no fue creado” (Sarmiento, 1981, p. 9). La isla no puede ser escenario de la utopía civilizatoria porque Sarmiento rechaza de plano ese aislamiento. Atravesadas por la narrativa europea pero también por todas las otras ideas y modelos con los que viaja el letrado, las imágenes de la isla son ambivalentes. Por ejemplo, Más-a-fuera es una utopía para los hombres que eligieron quedarse ahí pero no para Sarmiento. Él reconoce que “viven sin zozobra por el día de mañana, libres de toda sujeción, y fuera del alcance de las contrariedades de la vida civilizada” (9) pero no puede unírseles en la idealización de la salida de la ciudad, como señala Gorelik (2012) en referencia a las contradicciones de su particular romanticismo. Esos hombres habitan una “mansión semisalvaje” (Sarmiento, 1981, p. 9) y no pueden ejercitar las pasiones sociales que hacen a la vida en sociedad, como la envidia y la ambición. La isla no puede ser utópica porque supone una fuga de la civilización que es la utopía para Sarmiento.

Más-a-fuera también es un prado ameno: “aquella pastoral que tan gratamente se había echado entre la monotonía del mar” (Sarmiento, 1981, p. 9). La isla remite al modelo clásico, la idealización de un espacio que Auden (1967) coloca entre el mar y la ciudad y compara con el oasis en el desierto, la figura de aislamiento y orden que será expulsada de la iconografía romántica que privilegia la salida al mar. El viajero romántico argentino se vuelve iluminista cuando confronta con unos náufragos románticos, busca reunir ciudad y comunidad contra el desierto. La contracara de esa representación es la glorificación de la sociedad anglosajona que ya está en Sarmiento antes del viaje a EE.UU. La vida en la isla es posible por la población de cabras llevadas por Cook: “aquel puñado de las bendiciones de la vida civilizada” (Sarmiento, 1981, p. 10). Las cabras no corresponden a la pastoral sino que integran un modo de vida creado artificialmente para garantizar el sustento de los habitantes de la isla que se completa con la madera, los pastos, el cultivo de la papa, el maíz y el zapallo, y la cría de cerdos y ovejas que Sarmiento no puede evitar proyectar para el futuro. Civilizar es dominar la naturaleza y ponerla a producir, ahora sí como en Robinson Crusoe.

Pero las cabras entran en otras oposiciones. Por un lado, chocan con la idea sarmientina de que la agricultura engendra civilización contra la producción ganadera que, en la Argentina, originó la barbarie rosista. Por otro lado, esas cabras de la civilización productiva son diferentes de las que persiguen Sarmiento y su grupo en una expedición de cacería. En este episodio, no solo son magnificadas como el enemigo sino que el hecho mismo de que deban ser cazadas las coloca fuera del orden doméstico de la ganadería. Lo que se caza es lo salvaje, como los jabalíes que Sarmiento imagina habitantes de la isla. Esta última aparición de las cabras corresponde a la literatura. No a la pastoral sino a la novela de aventuras en la que Sarmiento inscribe su relato de un espacio que se vuelve amenazante. La isla es un modelo a escala no de la sociedad, no de la utopía, sino del peligro: “la naturaleza ha desplegado allí, en una diminuta extensión, todas las osadías que ostenta en los Andes, o en los Alpes” (Sarmiento, 1981, p. 14). Se agrega, además, una retórica que le permite enlazar a los hasta entonces civilizados náufragos con los salvajes de la novela de aventuras haciendo que su almuerzo se convierta en “una escena de hotentotes, de caníbales, que por vergüenza de mí y de mis compañeros no describo” (15). Expedición, naturaleza descontrolada y alimentación salvaje son tópicos de las narrativas de descubrimiento y de las aventuras que se escriben bajo su impronta. Acá están, sin embargo, fuera de lugar y bajo el signo de la hipérbole.

La vocación robinsoniana y aventurera es la clave de esas escenas que contradicen el resto del relato. La aventura se cierra consagrando esa marca simbólicamente: como no puede dejar su nombre grabado en el árbol donde lo hicieron los otros viajeros, encarga su inscripción en una roca y reproduce su nombre y el de sus compañeros en el texto que escribe. La marca, como la aventura, es textual. Cuando deja la isla, Sarmiento hace un primer relato oral a bordo del Enriqueta y se vuelve como esos marineros que envidiaba al principio de la carta porque volvían de alta mar cargados de relatos que, para él, son el objetivo de la experiencia.

Más-a-fuera es la primera isla sobre la que escribe Sarmiento. Como relato inaugural marca un doble tránsito. Por un lado, hacia las otras dos: la Martín García de Argirópolis (1850) y las del Delta del Paraná en el conjunto de artículos publicados entre 1856 y 1885 en El Nacional y reunidos bajo el título El Carapachay. Colocar esos textos bajo la impronta de los Viajes es contaminar de literatura la actividad del teórico político, periodista y hombre práctico. Sin embargo, las islas son un tópico literario cuya historia traza Fernando Aínsa (2001) desde la tradición clásica hasta su cristalización en tres imágenes fundamentales: la isla bienaventurada, la isla maldita y la isla laboratorio de las experiencias científicas. Lejos de distorsionar el análisis, la mirada literaria permite ver qué hay de imaginación convencional en las islas sarmientinas y cómo los tópicos se reactualizan en función de sus proyectos políticos.

El segundo tránsito es hacia los EE.UU. donde termina el viaje pero donde empieza la imaginación de las otras islas que Sarmiento pretende fundar a partir del modelo de una utopía realmente existente en la república federal del Norte. El tópico de la isla admite varios matices. Nicolás Rosa (2006) traza el corte en función de sus efectos: la fantasía en el nivel literario y la rebelión en el político. Dentro de los límites de la literatura, José Mariano García (2003) atribuye a las islas el origen del género de aventuras y el utópico. Este viaje de Sarmiento es un pasaje entre esos géneros y de intensificación del nivel político. En Más-a-fuera empieza el camino de salida de la aventura hacia las islas de los ríos que desde el Facundo (1845), y más aún desde los EE.UU., son el sustento material de una nación futura, utópica, que necesita vías para el comercio y la comunicación.

Argirópolis: localización de la utopía

Sueños en efecto; pero sueños que ennoblecen al hombre, y
que para los pueblos basta que los tengan y hagan de su
realización el objetivo de sus aspiraciones para verlos realizados.
Domingo F. Sarmiento, Argirópolis, 1850

En una extensa indagación en las imágenes inconscientes y poéticas del agua, Gastón Bachelard (1978) contrapone el agua salada al agua dulce por las experiencias que la involucran. El agua de mar, inhumana en la medida en que no sirve a los hombres, produce imágenes superficiales porque el primer contacto con ella es a través de los relatos de los viajeros. Esa experiencia de segunda mano, como la que Sarmiento adquiere de los hombres de mar y de la literatura, es diferente de la ensoñación natural que privilegia el agua dulce que aplaca la sed y que se conecta con la leche materna. Las islas de Sarmiento forman la misma oposición. La isla de mar es una fantasía literaria de donde no se rescata nada más que un náufrago que sirve de prueba del fracaso. Las islas de río –Martín García en el Río de la Plata y las del Delta del Paraná– son representación de una fertilidad que no está solo en el suelo sino en su capacidad para engendrar civilización. Si la navegabilidad era uno de los ejes centrales que Sarmiento proponía en el proyecto político con que cerraba el Facundo (1845), el viaje a los EE.UU. confirma que el aprovechamiento de la red de ríos –sumado a otras vías de comunicación que reproducen su modelo– permite superar el problema de la extensión. Del imaginario y la experiencia real, Sarmiento extrae una utopía fluvial: “Toda la vida va a transportarse a los ríos navegables, que son las arterias de los Estados, que llevan a todas partes y difunden a su alrededor movimiento, producción, artefactos” (Sarmiento, 2011a, p. 40).

La isla en el río es un espacio ideal dentro de otro. Si de EE.UU. Sarmiento había vuelto con un modelo deseable de civilización también tenía la idea de que podía encontrarse una utopía realmente existente o de que se la podía construir como en ese país que condensaba todos los progresos del mundo civilizado. Los Viajes, dice Elías Palti (2009), permiten la reformulación del marco conceptual que lleva del Facundo a Recuerdos de Provincia (1850). También llevan a Argirópolis (1850), un texto en el que se hace visible el viraje que coloca a la humanidad en el centro que antes ocupaba la naturaleza. Este momento abre dos contradicciones. Por un lado, la que reúne lo utópico con lo programático que descubre Susana Villavicencio (2008) al cruzar el paradigma filosófico sarmientino con su proyecto político. En Argirópolis hay dos zonas claramente marcadas: el proyecto concreto y casi inmediato para reunir en la isla un Congreso Constituyente que oriente el destino de la nación –es decir, que termine con el poder absoluto de Rosas y Buenos Aires sobre la Confederación– después del fracaso de la Constitución de 1826, y la proyección utópica de los Estados Unidos del Río de la Plata con capital en la isla. La primera contradicción es que el Congreso deba sancionar la existencia de esta nación utópica. Pero hay otra que hace de este un texto intermedio y que tiene que ver con el tratamiento del espacio: la permanencia del determinismo romántico de la naturaleza superpuesta a la confianza en la potencia transformadora y regeneradora de los sujetos políticos.

Martín García está señalada por la Providencia. Uno de los rasgos que hace de las islas el terreno apropiado para las utopías –su separación del continente– la hace ideal para la reunión del Congreso; su neutralidad garantiza la igualdad de condiciones para todos los interlocutores. Pero Martín García es ideal en un sentido más permanente: “Por su posición insular está independiente de ambas márgenes del río, por su posición geográfica es la aduana común de todos los pueblos riberanos […]; por su situación estratégica es el baluarte que guarda la entrada de los ríos” (Sarmiento, 2011a, p. 77). Utopía administrativa, comercial y defensiva, la isla anuda sueño y proyecto político, determinación y voluntad. La “llave del país” (59) deviene metáfora; no solo abre, geográficamente, la navegación de los ríos sino que le da arranque al desarrollo y el progreso.

El determinismo geográfico es en sí mismo ambiguo. Hasta este momento encerraba consecuencias negativas: a los ojos de Sarmiento la Pampa había generado una economía ganadera, el caudillismo y la tiranía de Rosas. Contra esa mala configuración del territorio tenía que legislar el Congreso para “remediar con leyes provisorias este error de la naturaleza” (Sarmiento, 2011a, p. 98), hacer que la comunicación y el comercio con el resto del mundo que vienen por el mar hasta el puerto de Buenos Aires se prolonguen a través de la red de ríos. El mar es igual que el desierto. No se trata del tópico romántico analizado por Auden (1967) que reúne a los dos en una sola imagen sino del efecto paradójico de una extensión que lleva a la concentración: del poder en un solo centro, del comercio en un solo puerto. Contra ese determinismo geográfico, se impone una legislación que no altere la naturaleza sino que privilegie otro de sus elementos, los ríos, las “grandes arterias destinadas por la Providencia a llevar el movimiento y la vida a todos los extremos de la República” (Sarmiento, 2011a, p. 103). Dardo Scavino (2012) señala que por detrás de estas ideas hay un cambio de paradigma en el pensamiento económico y estratégico que pasa de una perspectiva terrestre a otra náutica. El mar se vuelve base del progreso porque permite el comercio, como sucede en Inglaterra, que es una isla, o EE.UU., que es una red de ríos. Ese paradigma, que en Más-a-fuera cimentaba la asociación entre la isla de mar y los náufragos anglosajones, en Martín García produce un desplazamiento de las oposiciones en las que siempre piensa Sarmiento. La economía opone lo que la mirada simbólica reúne. El mar, al menos en su penetración fluvial, es ahora opuesto del desierto; uno permite el comercio libre transnacional y el otro se aísla en el interior.

El lugar que Martín García va a ocupar gracias a la intervención del Congreso –y de Sarmiento– se fundamenta en el caso inverso de Entre Ríos, privilegiado por la naturaleza pero destruido por la mala legislación: un jardín (la naturaleza ordenada) en el que pacen las vacas. La ganadería no proviene del tópico bucólico como en Más-a-fuera sino que bloquea el avance de la civilización en términos económicos y políticos. El jardín, en cambio, es la máxima expresión de la naturaleza controlada por el hombre. Sarmiento no participa de la mirada que hace de la llanura un paisaje arcádico y por lo tanto invierte el signo de los términos de la oposición naturaleza/tecnología, que es complementaria de la que opone actividad pastora/trabajo agrario.1 Que las ventajas naturales de Entre Ríos se representen bajo esa figura domesticada por la mano del hombre que es el jardín refuerza la contradicción. En la isla Martín García el determinismo permite el aprovechamiento del río contra el mar; la naturaleza se enfrenta a la naturaleza y además señala el lugar para la reunión del Congreso destinado a rediseñar el orden natural. El determinismo se vuelve favorable vuelto contra sí mismo.

Además de tener una posición geográfica privilegiada, Martín García es el paisaje opuesto a la llanura: “Los accidentes del terreno rompen la monotonía del paisaje; los puntos elevados prestan su apoyo a las fortificaciones” (Sarmiento, 2011a, p. 114). Es, también, la naturaleza que la voluntad humana tiene que dominar:

¡Si en lugar de caballos fuesen necesarios botes para pasearse los jóvenes; si en vez de domar potros el pueblo tuviese allí que someter con el remo olas alborotadas; si en lugar de paja y tierra para improvisarse una cabaña se viese obligado a cortar a escuadra el granito! El pueblo educado en esta escuela sería una pepinera de navegantes intrépidos, de industriales laboriosos, de hombres desenvueltos y familiarizados con todos los usos y los medios de acción humana que hacen a los norteamericanos tan superiores a los pueblos de la América del Sur (p. 119).

El cambio en el terreno produce la transformación de los hombres que finalmente conduce al cambio político. La mediación entre el espacio y la reforma –individual y social– es el trabajo, la acción humana. Sarmiento exhibe una concepción heroica del dominio del espacio: “la grandeza de los pueblos ha estado siempre en proporción de las dificultades que han tenido que vencer” (p. 113). Última vuelta de la contradicción. El uso de la voluntad humana se opone al determinismo del medio pero son las dificultades naturales las que engrandecen a los pueblos porque los obligan al ejercicio de esa voluntad. Para superar la determinación de la llanura es preciso buscar esas dificultades y fundar bajo su influjo una nación moderna: la acción humana se juega en la elección de la determinación. Lo que Sarmiento no percibe, o no dice, es que esa elección está precedida por otra diferencia: la de la ética protestante que impone el dominio de la naturaleza. En esta isla, el Robinson con que fantaseaba en Más-a-fuera, sería de mucha utilidad siempre y cuando se multiplicara hasta poblarla por completo.

Las dos funciones de lo urbano –del espacio, diríamos aquí– que, señala Gorelik (2012), dependen de la temporalidad de la mirada. La metáfora que hace del paisaje una huella para el ejercicio interpretativo funciona sobre la llanura para explicar la historia argentina en tiempo pasado. El prototipo, el paisaje como máquina productora de costumbres cívicas y modos virtuosos, se proyecta hacia el futuro. La oposición, que el autor hace coincidir con el determinismo romántico y la confianza ilustrada en la acción humana también articula dos textualidades: el ensayo interpretativo (Facundo) y la utopía que se formula en tiempo futuro (Argirópolis). En este texto se articulan los dos anclajes de la utopía: el espacio que era su forma clásica –la isla, el lugar inaccesible y apartado– y el tiempo que gana protagonismo en un siglo XIX que confía en la fuerza del progreso, como sostiene Villavicencio (2008). Las contradicciones surgen de la superposición de todos estos elementos en apariencia opuestos (romanticismo/iluminismo, metáfora/prototipo, determinismo/voluntad, utopía/progreso) anudados por la experiencia en los EE.UU., que solo puede describirse en términos igualmente contradictorios como una utopía realmente existente. Sin efecto concreto en la política nacional, el proyecto de Argirópolis y las representaciones que pone en juego sirven de fundamento para la construcción del espacio del Delta, una experiencia menor por su carácter personal y los textos que genera –artículos periodísticos marginales al canon sarmientino–, pero fundamental como continuación de estas ideas.

El Delta: encuentro con la utopía

Un país que se llamara Utopía, si no tuviese
ya el nombre guaraní de Carapachay
Domingo F. Sarmiento, El carapachay, 1857

Durante 1856 y 1857, Sarmiento escribe una serie de artículos para el diario El Nacional en los que se refiere a las islas del Delta del Paraná. Recuperadas para su publicación en conjunto recién en la edición de las Obras Completas de 1913, integran la sección “El camino del Lacio” junto con otros artículos que llegan hasta 1885. Igual que el camino hacia Argirópolis, el tránsito hacia esta nueva figuración del espacio insular está mediado por un viaje. El origen, según cuenta el autor, es la curiosidad que le despierta un mapa, el “ánimo de ver con los ojos las islas que solo conocíamos hasta entonces por el estudio y la inducción” (Sarmiento, 2011b, p. 63). La actitud es bien diferente de la que exhibía en el Facundo, despreocupado de la constatación empírica de los datos geográficos y de las representaciones del paisaje de las que se apropiaba. La motivación es también diferente a la de sus Viajes de 1849. No se trata de un viaje letrado y oficial sino de uno personal y recreativo plasmado en un relato disperso y también menor.

La aventura, sin embargo, termina por convertirse en una nueva misión político-programática. El viraje de los propósitos se produce porque en el Delta Sarmiento encuentra aquello que había proyectado para la otra isla: un espacio capaz de producir una población diferente, donde la red de ríos constituye “el bello ideal de la viabilidad” (Sarmiento, 2011b, p. 61) y donde vive el carapachayo que “en lugar de andar a caballo como el gaucho, boga en chalanas” (p. 55). El espacio vuelve a ser objeto de la mirada y la interpretación de lo ya consumado. La metáfora determinista, sin embargo, se invierte porque la virginidad del territorio lo somete a los proyectos del viajero-creador: primero describe el presente para “presagiar lo que será mañana” (p. 59) para inmediatamente pasar a considerar “lo que puede y debe hacerse de parte de las autoridades para desarrollar un mundo en germen” (p. 64). Del presagio a la intervención, Sarmiento combina naturaleza y acción humana inspirándose en el modelo de EE.UU. Por eso este viaje depende de aquel, aunque sea bien distinto. “Deben los EE.UU. su grandeza a los ríos navegables y donde no los puso la Providencia púsolos el hombre con sus canales artificiales y sus ríos de hierro” (p. 60). El Delta es el ideal fluvial y no necesita esos otros ríos que son los ferrocarriles y los caminos pero sí “el fiat de la ley y de una administración inteligente” (p. 64).

Si en el primer viaje Sarmiento se compara con Heródoto porque describe mundos desconocidos por primera vez, después se convierte en conquistador. No es inocente que una de las columnas comience con la imitación de la retórica de las Crónicas de Indias. La tierra virgen reclama un proyecto de colonización. El modelo –que consiste en civilizar, legislar y promocionar el espacio– no es, sin embargo, el de la conquista española a la que Sarmiento desprecia y de la que solo toma aquí la retórica, sino el norteamericano. Lo utópico de las islas del Delta es que son el único territorio argentino que no tiene dueño. Si bien son legalmente del Estado, ninguna reglamentación se extiende sobre ellas: “un sitio como la fantasía, la industria y el genio del pioneer norte americano sabe hallarlos en las soledades del valle del Mississipi” (Sarmiento, 2011b, p. 74). La comparación reaparece en la idea de que una vez comenzada la ocupación las islas se asemejan al Far West. Lo inexacto es significativo. Si el problema del oeste norteamericano es el del indio, sorprende que lo use aquí, donde esa cuestión nunca emerge, y no en la Pampa, donde es crucial aunque los modos de disputar el territorio hayan sido muy diferentes. La comparación no remite a un problema concreto sino a la idea de un tránsito hacia la civilización –“transformar desiertos en campiñas” (p. 64)– y a la de una intervención que no está organizada desde el Estado sino llevada a cabo por individuos emprendedores: el squatter, el pioneer, los tipos humanos descriptos en sus Viajes y proyectados como aspiración sobre el Paraná.

La primera imagen utópica enlaza la tierra virginal similar a la América previa a la conquista con la tierra inexplorada del Far West norteamericano que solo se hace utópica por su desarrollo posterior, ese que condensa todos los avances del mundo civilizado. La abundancia de una naturaleza descontrolada –“hay islas encantadas donde crecen espontáneamente los duraznos y cubren la superficie del río con sus flores deshojadas o sus frutos desperdiciados” (Sarmiento, 2011b, p. 54)– cede frente a la utopía productiva. Para que la abundancia no se desperdicie, hay que dominar la naturaleza. Igual que la Martín García proyectada, lo que las islas tienen de utópico es ser la anti-Pampa. Una anécdota-imagen condensa ese significado. En uno de los primeros viajes, Sarmiento y sus acompañantes conocen a un viejo que les cuenta que una vez recibió la visita de un tigre y tuvo que permanecer encerrado en su casa. Desde que Facundo Quiroga tomara el nombre del animal en la anécdota del Facundo, el tigre es el más claro símbolo de la barbarie de la llanura. El vaticinio de Sarmiento para las islas es concluyente: “La civilización penetrará luego por aquellos parajes, y no habrá lugar a estas escenas desagradables” (Sarmiento, 2011b, p. 71). Junto con el peligro desaparece la estética romántica; el tigre ya no encarna la amenaza fascinante de lo sublime, es solo “desagradable”.

En esa misma excursión, Sarmiento realiza un gesto material que complementa el relato textual: planta una estaquilla de mimbre en lo que será el acto fundacional de su propia ocupación del espacio en la isla Abra Nueva. Ese lugar recibe una segunda marca de propiedad, el letrero colocado por Sarmiento que dice “Wellcome to the shade”. El gesto es reiterado. En Más-a-fuera encarga la inscripción de su nombre en una roca y la reproduce en el texto; en Martín García escribe en un peñasco su nombre y el de su utopía, según cuenta en Campaña en el Ejército Grande (1852). En el Delta la marca es doble porque dos son las operaciones que Sarmiento hace sobre el espacio: legislar y promocionarlo. La estaquilla representa el cultivo que fundamenta la propiedad de la tierra según la ley defendida por Sarmiento. El cartel instala en el espacio privado la idea de recreo que cierra el proyecto de promoción del espacio de las islas con el cambio de función: de la producción al ocio.

Plantar la estaquilla es una acción práctica y un refuerzo de la propia imagen del cronista. Sarmiento reitera el gesto en el espacio textual cuando se incluye en la lista de pobladores que publica en la larga columna del 12 de diciembre de 1857. Él es el pioneer, el acto fundacional es también el que simboliza la máxima de trabajar la tierra para dominar la naturaleza y tornarla productiva más allá de la idea idílica de la abundancia. Sin ley escrita, en las islas funciona la ley consuetudinaria que establece la propiedad de la tierra para quien la trabaja. Las islas son diferentes, dice Sarmiento, y merecen leyes diferentes a las del resto del territorio nacional. “La Pampa puede ser poseída ya para labrarla o dejarla inculta, siempre es espontáneamente productiva. No así las islas” (Sarmiento 2011b: 83). Por eso hay que darle fuerza de ley a la costumbre. El trabajo que las vuelve productivas es fuente de toda virtud, como en Martín García, como en EE.UU. a los ojos sarmientinos. La isla se opone al continente, como en el tópico que analiza Rosa (2006) y que enfrenta al espacio cerrado a la continuidad topográfica. Si en tierra el problema es la extensión, la ruptura de esa integridad es la virtuosa oposición a la Pampa “donde la vegetación mayor es un accidente, que no transforma el cuadro harto primitivo de un suelo desnudo […] y poseído por grandes propietarios” (Sarmiento, 2011b, p. 107). La naturaleza impone otro régimen de propiedad que favorece otra moral, la del trabajo de la tierra, la de un Robinson inserto en la comunidad.

El cartel, en cambio, no modifica el espacio ni la naturaleza sino que opera sobre el sentido. Además de marcar simbólicamente su propiedad, replica –con significativas variaciones– el gesto de escribir una cita de Fortoul –“On ne tue point des idées”– en los baños el Zonda cuando parte al exilio chileno, el relato heroico que Sarmiento hace en Facundo.2 El cambio es de soporte y de lengua. El primero está marcado por la situación del que escribe. Sarmiento ya no es el héroe político perseguido sino el fundador del espacio ideal; ya no escribe violentamente en los muros sino en un objeto decorativo. El segundo, por el modelo invocado. Las ideas civilizatorias francesas ceden frente al ideal de las prácticas anglosajonas: la colonización norteamericana y la sociabilidad inglesa. En la columna del 5 de enero de 1876, la isla vuelve a ser un asunto anglosajón como en Más-a-fuera pero ya no es el imperio comercial marítimo lo que importa: “El yatch inglés, cricket club, he aquí los elementos constitutivos de la Inglaterra. El habeas corpus, el jurado, el Parlamento son sus consecuencias” (Sarmiento, 2011b, p. 111). El uso del tiempo libre ocupa el lugar del trabajo en la reforma de la población pero la lógica es idéntica: nuevo espacio, nuevas prácticas, nueva sociedad.

El recreo del rowing club inglés en el Delta, opuesto a la peligrosidad del Río de la Plata, es otro de los prototipos sarmientinos definidos por Gorelik (2012). Son dos los descubrimientos –islas, río– y dos las oposiciones: Islas/Pampa y Paraná/Río de la Plata. El nuevo espacio permite superar todos los problemas de la nación. La utopía es económica, política y estética. En 1885, Sarmiento vuelve a asociar la pampa con el Río de la Plata, “una llanura de agua” (Sarmiento, 2011b, p. 122) en la que no hay nada grandioso. La asociación replica la identificación romántica del desierto con el mar pero con un significado inverso: no hay nada grandioso en la extensión, no hay experiencia de lo sublime. Lo que Sarmiento busca, por oposición, es la altura: la barranca, los edificios y las chimeneas que forman el paisaje que se ve desde el Delta. Los tres elementos cuentan en tanto paisaje, natural o urbano. Los edificios y chimeneas son “documentos” (123) que registran el avance industrial de destilerías y prensas hidráulicas pero no están en las islas sino en las costas de Zárate y Campana. Desde las islas importa lo que detiene la mirada contra la extensión de la llanura. El cambio no es solo histórico sino del paradigma estético. Dice Graciela Silvestri (2001) que el sublime romántico sirve para explicar el presente pero no se ajusta al modelo futuro. El Delta, un prototipo que se escribe en ese tiempo, demanda la trasformación del escenario de acuerdo a un “gusto pintoresco” que conjuga novedad, variedad y rusticidad.

La isla-paisaje empieza por esa nueva forma de sociabilidad impulsada por el recreo. La reforma del ocio es un modelo posterior al Delta productivo en el que la producción agrícola atraería pobladores como California durante la fiebre del oro. El ideal es igualmente modernizador pero actúa sobre el uso del tiempo libre; el recreo introduce la civilidad inglesa contra el Río de la Plata “tan sin costumbres, o de tan malas, si costumbres tiene” (Sarmiento, 2011b, p. 112). Las dos transformaciones se llevan a cabo por la promoción del espacio; Sarmiento se desliza hacia el discurso turístico.

Nada tan comparable en la villegiatura, para veranear como tan prosaicamente traducimos el rusticar de los romanos, nada como el aspecto de un majestuoso y sereno río cargado de naves, barquichuelos blancos como palomas y vapores que llevan y traen la vida a los pueblos (p. 128).

La prueba de que las dos utopías van a la par es el artículo que cierra la serie pero que es anterior, la columna llamada “Martín García” publicada el 29 de agosto de 1855 también en El Nacional. Son cinco años después de Argirópolis y la isla ya no es el prototipo orientado al futuro sino “la pintura de nuestra situación política” (p. 128), un presidio al que Sarmiento hace portador de un significado más amplio, la ausencia de civilización. Sin embargo, como es un utopista y un constructor, proyecta casas de veraneo que neutralicen el presidio “sin recinto, sin murallas, sin edificios fuertes” (p. 129). No hay producción sino recreo, no hay agricultura pero sí cultivo de “bosques, parques, jardines, huertas” (p. 136) que son su versión pintoresca. Como paisaje turístico, la isla es campaña, pero no la Pampa incivilizada sino locación de la casa de campo. La procedencia, el motivo y la forma de la ocupación del espacio son diferentes pero la obsesión es la misma: “dad vida y animación a esos desiertos” (p. 136). La oposición campo/ciudad deja de significar el conflicto entre dos modos de vida interdependientes y a menudo enfrentados que cristalizan en las ideologías descriptas por José Luis Romero (1982) para remitir al tópico de la vuelta nostálgica a la naturaleza.3

La columna sobre Martín García anuncia el segundo proyecto sarmientino para el Delta. Sin embargo, no solo por su fecha hay que colocarlo antes del primer viaje sino porque esa búsqueda de purificación por el contacto con la naturaleza es lo que motiva la salida de Sarmiento hacia las islas –además de la curiosidad frente al mapa–. La primera idea de regeneración no es el proyecto político sino el escape a lo natural que le permite pensar en lo demás. Como parte de la columna que narra la primera exploración –la del 12 de diciembre de 1857–, Sarmiento cuenta el momento en que dialoga con sus compañeros de expedición a orillas del Abra Nueva: “Pocas veces tan reducido número de personas, en paraje más silvestre, con mayor expansión de ánimo, más alegría de corazón, y más excitación y entusiasmo, tocaron asuntos más variados y serios” (Sarmiento, 2011b, p. 72). Junto a las escenas fundacionales habría que colocar ésta en la que el paisaje es prado ameno4 y la utopía productiva y estética es también intelectual.

Aguas contradictorias

Las islas de Sarmiento son “ideas con paisaje”, como las llama Jorge Amancio Pickenhayn (2000). En los tres momentos, en los tres proyectos, recorre y superpone varias representaciones posibles de las islas: la aventura y las utopías de regeneración social y política, la producción, el prado ameno, el recreo, la vuelta a la naturaleza. Son ambiguas como el espacio acuático. Lo señala al principio de su exposición sobre el Delta. El agua es “el agente más destructor que se presenta a nuestros ojos, sin que las rocas más duras resistan a su acción disolvente” (Sarmiento, 2011b, p. 51). Sin embargo, el sedimento del destrozo da origen a las islas, su “obra de reparación” (p. 51) que las convierte en solución de los males nacionales. El sentido se desplaza del proceso natural a otro socio-político, la isla-reparación se hace metáfora.

Más-a-fuera es un refugio en el medio del océano. El significado que Auden (1967) recoge en la tradición clásica, lo vive Sarmiento desesperado ante los vaivenes de una embarcación sometida a los vientos. La isla es tierra firme, más aún si coincide con lo ya conocido: la literatura. Martín García no es solo una isla privilegiada por la naturaleza sino que, bajo dominio francés en el momento en que Sarmiento proyecta su utopía, es el único espacio libre de la “tiranía” de Rosas. El aislamiento, geográfico y legal, actúa como defensa y escape, igual que en las islas del Delta que empiezan siendo “asilo en tiempos de revueltas” (Sarmiento, 2011b, p. 56), “naturalmente” designadas para la construcción de un nuevo orden nacional.

Hay una simbología de la isla que trabaja cada vez que Sarmiento arma un relato en torno a alguna de ellas, ideas anteriores a sus viajes y al desarrollo de sus proyectos para los espacios que encuentra. Cada isla, cada relato, las recrea de acuerdo a designios particulares. El contexto cambia desde el primer viaje a Europa en 1845 hasta las últimas visitas al Delta en 1885 y con él cambian los sentidos. En la nación organizada la isla no es el escape de la tiranía sino del agobio de una ciudad modernizada. El vapor que ansía encontrar en el mundo civilizado para librarse de las contingencias de la naturaleza a las que lo exponen las velas sudamericanas cuando sale de Chile es parte del paisaje del Delta. De medio de transporte y comunicación internacional a objeto decorativo y vía de acceso al espacio de ocio, el vapor sigue siendo signo de una civilización que, del viaje intelectual al turístico, nunca deja de ser el horizonte ideológico –y literario– de Sarmiento.

Referencias

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Notas

1 Sobre la pastoral pampeana y la concepción ética y estética del paisaje en Sarmiento, véase Silvestri (2001).
2 Sobre el uso de esta cita, el clásico texto de Piglia (1980).
3 Raymond Williams desarrolla esta cuestión desde la literatura inglesa pero con una perspectiva útil para otras literaturas en El campo y la ciudad (1973).
4 La escena es un anacronismo creativo. E. R. Curtius (1955) data el locus amoenus como modelo de descripción de la naturaleza entre el Imperio Romano y el siglo XVI.

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