Dosier: Una vida juntos.
Vínculos y afinidades en la escritura biográfica
La continuidad de un vínculo. Hijos y padres en la literatura argentina contemporánea
Resumen: Los textos en los que un hijo cuenta la vida de su padre y las vicisitudes de la relación que mantuvieron conforman un subgénero de la escritura biográfica. Este subgénero, que recibe en inglés dos denominaciones (patriografhy y patremoir), resulta especialmente útil para inquirir la índole del vinculo entre biografo y biografiado. En este artículo se ofrece un primer acercamiento a un conjunto de patriograrfías publicadas en la Agentina en las dos últimas décadas que hace foco en cómo en ellas aparece ese vínculo: ese “nosotros” conformado por padre e hijo. Además, se analiza cómo estos textos casi siempre tematizan, de diversas maneras, tres cuestiones: muerte, conversación y vocación. Asimismo, se postula que más allá de las intenciones del hijo-biografo con respecto a su padre en particular, la patriografía es siempre un espacio textual en el que se trama alguna foma de la afiliación o de la continuidad.
Palabras clave: Padre, Hijo, Continuidad, Filiación, Patriografía.
The continuity of a relationship. Children and parents in contemporary Argentine literature
Abstract: The texts in which a son recounts his father's life and the vicissitudes of their relationship make up a subgenre of biographical writing. This subgenre, which receives two names in English (patriografhy and patremoir), is especially useful for inquiring into the nature of the relationships between the biographer and the biographee. This article offers a first approach to a set of patriographies published in Argentina in the last two decades that focuses on how that link appears in them: that "we" made up of father and son. In addition, it focuses on how these texts almost always thematize, in various ways, three issues: death, conversation and vocation. Likewise, it is postulated that beyond the intentions of the son-biographer concerning his father in particular, patriography is always a textual space in which some form of filiation or continuity is plotted.
Keywords: Father, Son, Continuity, Filiation, Patriography.
Otro fantasma queriendo merodear más allá del
tiempo
Eduardo Halfon, Saturno
La publicación en 1907 de Padre e hijo, de Edmund Gosse, marca un hito en la historia del género biográfico. Con ese libro, Gosse inauguró el subgénero que agrupa los textos en los que un hijo se constituye en biógrafo de su padre. Es cierto que Gosse no fue el primer hijo que contó la vida de su padre (Gerard, 2014), pero la absoluta novedad de su libro radicó en que este hijo en particular, como antes ningún otro, se atrevió “a decir que su propio padre era un ser humano falible”, según las palabras de Virginia Woolf en “El arte de la biografía” (2022, p. 97).
Más allá de casos aislados –por ejemplo, Mi padre y yo, de J. R. Ackerley, de 1968– los textos biográficos en los que un hijo cuenta la vida de su padre comenzaron a proliferar recién en las últimas dos décadas del siglo XX. Es entonces cuando aparecieron, entre otros, La invención de la soledad, de Paul Auster (1982), y Patrimonio, de Philip Roth (1991). Esto explica que el interés crítico y teórico en esta sección de la literatura biográfica haya empezado a ganar importancia en el siglo XXI, que es incluso cuando se acuñan dos neologismos para mencionarla: patriography y patremoir. De los dos, prefiero usar la versión en español del primero: patriografía.1
Definir estos textos como aquellos en los que un hijo cuenta la vida de su padre no es erróneo pero sí incompleto o no del todo preciso. Como quizá toda la literatura biográfica, pero en este caso de manera flagrante, las patriografías se instalan en el límite entre lo autobiográfico y lo biográfico, ya que en ellas se cuentan al menos dos vidas: la del hijo (el biógrafo) y la del padre (el biografiado). Aunque aún más exacto es decir que son biografías de una relación o de un nosotros: el que conforman el hijo y el padre. El inicio del libro de Gosse, cuyo subtítulo es además “un estudio de dos temperamentos”, establece de una vez y para siempre esa característica fundamental cuando anuncia que sus páginas tratarán sobre “dos seres humanos”:
Este libro es el relato de una lucha entre dos temperamentos, dos conciencias y casi dos épocas. Concluye, como era inevitable, con una ruptura. De los dos seres humanos de los cuales trata, uno estaba destinado a quedar rezagado; el otro, no podía evitar ser arrastrado siempre hacia delante. Llegó un momento en que no hablaban ya el mismo lenguaje, en que no compartían las mimas esperanzas y no les sostenían las mismas aspiraciones (Gosse, 2009, p. 7).
En igual sentido, en Mi padre y yo, Ackerley escribe: “Este libro no es una autobiografía, su propósito es más limitado y se declara en el título y en el texto, no es más que la investigación de las relaciones entre mi padre y yo y se debería atener a ese tema lo más estrictamente posible” (2011, p. 235). Y lo mismo en Íntima, de Roberto Appratto, quien define su libro como “una versión de los hechos de mi padre en relación conmigo” (2022, p. 12).
Al igual que en Europa o Estados Unidos, en América Latina también se multiplicaron los textos biográficos que responden a esas características. Entre varios, pueden mencionarse El olvido que seremos (2006), del colombiano Héctor Abad Faciolince, Íntima (2008), del uruguayo Roberto Appratto, al que recién cité, Correr el tupido velo (2009), de la chilena Pilar Donoso, La distancia que nos separa (2015), del peruano Renato Cisneros, o La cabeza de mi padre (2022), de la mexicana Alma Delia Murillo.
La literatura argentina no es ajena a ese interés biográfico en la figura del padre. Así, a esos ejemplos de otros países latinoamericanos se pueden sumar varios de autores argentinos. Entre ellos, en principio quiero mencionar El salto de papá, de Martín Sivak, publicado en 2017, y esto porque, aunque no es el primero, sí es un libro escrito desde una plena consciencia de la existencia de este género. Sivak no escribe este libro sobre su padre –Jorge Sivak, un empresario que abrumado por problemas financieros se suicidó en diciembre de 1990, cuando Martín tenía 15 años– solo a partir de recuerdos propios o ajenos, o de material de archivo, sino también desde una nutrida biblioteca de “memorias sobre padres” (2017, p. 14) que le aporta los rasgos esenciales de este tipo de texto. De esa biblioteca forman parte, además de los ya mencionados de Ackerley, Abad Faciolince, Gosse o Roth, Experiencia (2000), de Martin Amis, y Mi oído en su corazón (2004), de Hanif Kureishi. En torno a El salto de papá pueden, entonces, pensarse otros libros que aparecieron en la Argentina en las últimas dos décadas y en los que también, como en el de Sivak, un hijo cuenta la vida de su padre y los pormenores de su relación. Entre ellos están, y la lista no es exhaustiva, Papá (2003), de Federico Jeanmaire; Un prólogo a los libros de mi padre (2011), de Reinaldo Laddaga; Un comunista en calzoncillos (2013), de Claudia Piñeiro; Mi libro enterrado (2013), de Mauro Libertella; El hijo judío (2018), de Daniel Guebel; Diario de un hijo (2019), de Tute; Volver a donde nunca estuve (2020), de Alberto Giordano; Televisores (2020), de Gabriela Luzzi; Mi padre y yo (2020), de Gonzalo Santos; Un temporal (2021), de Ansilta Grizas; Nuestro peor fracaso (2022), de Cristian Godoy, o Imprenteros (2022), de Lorena Vega. A esos libros se agregan algunos de poesía –La médium (2019), de Lucas Soares, o El año del fantasma (2022), de Gabriel Reches– y varias películas documentales que responden a la misma premisa: Papá Iván (2004), de María Inés Roqué; La sombra (2015), de Javier Olivera; El silencio es un cuerpo que cae (2017), de Agustina Comedi; Adiós a la memoria (2020), de Nicolás Prividera; Rafa, su papá y yo (2021), de Sebastián Muro; Viaje a la semilla (2022), de Magdalena Bournot, y Un hombre de cine (2022), de Hernán Gaffet.
Mi interés en este conjunto de patriografías argentinas y la posibilidad misma de advertir su existencia se deben a que desde hace algunos años me ocupo de investigar deferentes episodios de la historia de la biografía en la Argentina. La búsqueda de algunos ejemplos contemporáneos de escritura biográfica me llevó a leer el libro de Sivak y, a partir de esa lectura, y en parte gracias a que es un libro muy consciente de su inscripción genérica, armar de a poco ese corpus conformado por materiales literarios y cinematográficos que listé parcialmente en el párrafo anterior e informarme de su filiación con esa tradición biográfica que inaugura Padre e hijo.
En los próximos apartados me detengo en tres aspectos especialmente importantes de estos textos: la relación que establecen con la muerte del padre, el lugar que en ellos ocupa la conversación entre padre e hijo y, por último, la insistencia con que aparece el tema de la vocación. Aunque continúen las referencias a algunas escritas por autores extranjeros, en cada apartado me refiero fundamentalmente a patriografías de autores argentinos. Este trabajo busca así dar cuenta de algunas primeras conclusiones de una investigación en curso.
Por lo demás, esos tres aspectos informan que las patriografías siempre se presentan como un material muy útil para indagar una cuestión que interesa cada vez más a quienes estudian el género biográfico: la relación entre biógrafo y biografiado. Porque en contraste con otras entonaciones de la biografía en las que esa relación aparece solo referida episódicamente –o no aparece en modo alguno en razón del anhelo de una improbable objetividad– en las patriografías no solo ocupa el primer plano sino que es el principal motivo de la escritura. Ninguno de estos libros escamotea el yo del biógrafo sino que, por el contrario, hace foco en el vínculo entre ese yo –el del hijo biógrafo– y el padre biografiado. Además, si por lo general la relación entre biógrafo y biografiado ocurre en ausencia, es una relación póstuma, en estos textos se trata de algo más enmarañado. Y esto es porque el vínculo preexiste no solo a la escritura sino incluso al proyecto de escribir. Así, escribir sobre el padre implica para estos hijos prolongar esa relación preexistente. “Este es un libro de dos”, asegura el escritor español Marcos Giralt Torrente (2011, p. 158) en Tiempo de vida, una patriografía publicada en 2010. El texto biográfico es un lugar para que esa relación de dos siga ocurriendo.
Pero antes, debo hacer una aclaración. La bibliografía sobre el padre no es poca: la psicología, y en especial el psicoanálisis, la sociología, el derecho, la historia de la vida privada o los estudios de género suman varios aportes al respecto. No obstante, aunque sin prescindir de esos aportes, preferiré esperar que cada uno de estos libros o documentales responda a su modo qué es un padre y no al revés: leyéndolos desde alguna definición del padre que ofrezca, por ejemplo, el psicoanálisis o el derecho. Eso, en todo caso, vendrá después. Con esto quiero decir que, antes que nada, dejaré en principio que estos textos digan qué es, qué fue o qué debió haber sido, para el hijo y autor, el individuo que en esos libros es llamado “padre” o “papá”. A su modo, todos estos textos son tratados sobre la paternidad.
Vida y muerte
En las patriografías se repite una misma escena originaria: el hijo empieza a escribir cuando el padre ya murió o cuando enferma gravemente (es decir, con la perspectiva cercana de esa muerte). Así ocurre en dos de los clásicos indiscutidos del género: La invención de la soledad comienza cuando el hijo recibe por teléfono la noticia de que su padre murió; en Patrimonio, el hijo empieza a escribir cuando aparecen los primeros síntomas de un deterioro que pronto resultará irreversible. La muerte del padre, o su inminencia, es aquello que acicatea la escritura de una patriografía. Las patriografías son lo que BenoîtPeeters llama “biografías calientes” (2020, p. 43): textos biográficos que se escriben no mucho después de la muerte del biografiado, cuando aún viven quienes lo trataron de manera directa. En el reciente La cabeza de mi padre, Alma Delia Murillo empieza a buscar a su padre, y a escribir sobre esa búsqueda, cuando conjetura que le queda poco tiempo de vida: “Mi padre va a morir. Empecé a ver el presagio por todos lados, a convencerme de que tenía que hacer algo” (Murillo, 2022, p. 17).
En Papá, de Federico Jeanmaire, durante dos años el hijo registra el deterioro físico del padre, un periodo de tiempo al que considera un prolongado “velorio”: “Cosa rara que la escritura se haya metido tan adentro de mi vida y de la vida de mi padre” (2003, p. 124). Esta suerte de consustanciación de la escritura de uno y el deterioro del otro es tal que, hacia el final, el hijo presagia que la inscripción de un “punto final” será tanto una pausa en su escritura como el cese de la vida de su padre:
Tengo la absoluta certeza […] de que cuando esta noche, dentro de un rato apenas, le ponga un punto final a las palabras escritas, también le estaré poniendo un punto final a la vida de mi padre en estas mismas hojas. Que cuando vuelva a escribir mi padre ya habrá muerto, quiero decir. Y que su muerte, independientemente del tiempo que trascurra hasta que intente llenar la página siguiente, será escrita inmediatamente a continuación del blanco que deje entre estas palabras y las próximas (2003, p.124).
El fragmento anterior habilita dos conclusiones distintas sobre la relación entre patriografía y muerte del padre. Como toda escritura biográfica, la de una patriografía puede entenderse primero como un modo de prolongar la vida del biografiado, de otorgarle, gracias a la letra, un suplemento de existencia. La empresa de escribir la vida del padre sería, por parte del hijo, un intento de mantenerlo vivo. El hijo decide que el padre tiene “derecho a la biografía” (Lotman, 1995) y escribe su versión de esa vida para que no se pierda. Pero quizá no es así y la patriografía, como en general la historia para Michel de Certeau, funciona como “tumba escriturística” (1993, p. 16). Me interesa detenerme en un ejemplo extremo de esta otra posibilidad: la patriografía como texto lapidario.
Mientras muchos de estos libros se presentan como literatura de no ficción –como “historia verdadera”, según informa el subtítulo de Patrimonio– otros optan por encubrir el material biográfico bajo el rótulo siempre disponible de “novela” –uno que, como apuntó Mario Levrero, se usa cada vez más frecuentemente para denominar “casi cualquier cosa que esté entre tapa y contratapa” (2008, p. 26). Así, como “novela” se presenta por ejemplo Un comunista en calzoncillos, de Claudia Piñeiro, aunque el libro trae un “Epilogo” en el que esta hija detalla qué acontecimientos de la vida de su padre narrados en las páginas anteriores son reales y cuáles no. Dejo para otra ocasión sondear las razones, literarias o de otra índole, por las cuales Piñeiro necesitó inventarle pormenores novelescos a la vida de su padre para mejorarla o empeorarla: “La ficción nos permite mejorar o empeorar la realidad según nos convenga” (Piñeiro, 2013, p. 193). Lo cierto es que esa aclaración final tiñe a la vez de irrealidad y de inverosimilitud todo el libro, al que su autora, con ese texto de cierre, instala en un quimérico lugar genérico o, mejor dicho, en un no-lugar genérico. Algo distinto ocurre en Un temporal, de Ansilta Grizas. Esta patriografía que, como la de Piñeiro, se presenta también como novela, narra el gradual deterioro de un padre que padece una enfermedad degenerativa. Pese a que Un temporal está dedicado a “Mi papá que todavía está”, la narradora comunica hacia el final que su papá murió. No obstante, en una entrevista, Grizas aclaró que su padre aún no murió pero que, en su novela, eligió dar a entender que esa muerte ya había ocurrido: “Fue una liberación para mí decir: ‘Hasta acá llegó la historia’, y también fue mucha más libertad para seguir escribiendo. Avancé muchísimo cuando me dije que tenía que matar a mi papá porque, si no, no iba a poder seguir escribiendo” (Marabotto, 2021). En La intemperie es primero la letra de la hija, y no la enfermedad, lo que mata al padre.
¿Serán entonces las patriografías un dispositivo textual que sirve para “matar a mi papá”, para decirlo con Grizas (Marabotto, 2021), o para ponerle “un punto final a la vida de mi padre”, para decirlo con Jeanmaire (2003, p.124), y no uno que mantiene con vida o revive al padre? Hacia el final de La distancia que nos separa, Renato Cisneros confiesa que la muerte de su padre fue necesaria para que su vida efectivamente comenzara: “Si la muerte de un hijo entumece al padre, la muerte del padre despierta al hijo. Cuando mi padre murió, desperté, me sentí grande, mayor. A la fuerza” (2016, p. 352). Pero también, en esas mismas páginas, explica que la escritura permitió que cicatrizaran las llagas que su padre llevaba bajo esa costra que era su uniforme militar. Con la patriografía el hijo cura al padre y al mismo tiempo confiesa que necesitaba su muerte. Por tanto, las dos conclusiones sobre el lazo entre patriografía y muerte del padre a las que más arriba propuse que se podía arribar son distintas pero a la vez complementarias: una no anula a la otra. Las patriografías son formas indirectas del parricidio –o, menos dramáticamente, un corte con el padre– y, en simultáneo, una sobrevida que el hijo le obsequia al padre: un espacio textual en el que la relación entre ellos –esa vida en común– sigue ocurriendo.
Conversación
Alberto Giordano asegura en Volver a donde nunca estuve que la relación entre padre e hijo está determinada por una imposibilidad. En la historia de esa relación hay una escena que nunca ocurre: la conversación sincera, catártica, del hijo con el padre. Giordano cita al respecto un cuento de Marina Yuszczuk, “Glaciares”, en el que se lee: “Al padre se lo piensa mucho pero apenas se le dice nada. Las cosas que pensás sobre tu padre, en realidad, se las querés decir a otros” (Giordano, 2020, p. 121). Ya Padre e hijo, de Edmund Gosse, registra en ese primer párrafo que cité más arriba la existencia de un obstáculo insuperable para que cualquier conversación pueda ocurrir: padre e hijo, se asegura, “no hablaban ya el mismo lenguaje” (2009, p. 7). De ahí en más, y de manera mayoritaria, estos libros manifiestan una y otra vez la casi absoluta imposibilidad de que esa conversación ocurra: informan que, en efecto, al padre “apenas se le dice nada”. “El diálogo hubiera dispuesto un esfuerzo de comprensión con la postura del otro realmente imposible entre nosotros”, afirma Jeanmaire en Papá (2003, p. 122).
Entre las patriografías de autores argentinos al menos dos hacen foco en esa escena anhelada e imposible. Una de ellas es Mi padre y yo, una patriografía conversada en la que Enrique Breccia, un reconocido historietista e ilustrador argentino, le dice al escritor Gonzalo Santos, que es el autor del libro, todo lo que no pudo o no quiso decirle a su padre, Alberto Breccia, que también fue un reconocido historietista e ilustrador.2 El diálogo con Santos funciona cómo catarsis y hasta como posible reconciliación con un padre que murió hace tres décadas, en 1993, y del que Enrique Breccia se considera casi únicamente una víctima:
Pero, Gonzalo, para lo que no es tarde todavía es para perdonarlo, que es lo que me doy cuenta que estoy haciendo, sobre todo porque a partir de tus reportajes me di cuenta de que tenerle bronca me hace mal. Nunca lo había pensado, nunca lo había sentido. Y qué mejor que tratar de comprenderlo, y tomarlo, y quererlo como era, y ya está (Santos, 2020, p. 149).
En este libro contar la vida del padre y examinar la relación crispada que mantuvieron sirven al hijo como instancia terapéutica: para dejar de “tenerle bronca”.
Otro ejemplo de esa imposibilidad es Nuestro peor fracaso, de Cristian Godoy. Esta patriografía insiste en que padre e hijo nunca tuvieron una conversación más o menos sincera sobre la homosexualidad del hijo. Pero no se trata de que el hijo haya escondido ese dato y de que el libro revele tardíamente, cuando el padre ya murió, un secreto familiar. Godoy narra varias situaciones en que resulta imposible que el padre no haya advertido cuál era su vida afectiva y sexual (por ejemplo, cuando cuenta que su padre lo llevó en auto, junto con su pareja, a tomar un micro que los conduciría a una localidad de la costa argentina). El hijo está seguro de que el padre sabía y es acerca de ese saber tácitamente compartido que los dos nunca dialogaron de manera franca. El “fracaso” que anuncia el título es que esa conversación no haya ocurrido y ya no pueda ocurrir porque ahora, cuando Godoy escribe, su padre ya está muerto: “Así y todo, la conversación entre papá y yo sigue pendiente. Es nuestro peor fracaso. Una deuda que no lograremos saldar” (2022, p. 31).
¿Y si es en estos libros donde se salda esa deuda de comunicación a la que se refiere Godoy? Si así fuera, las patriografías resultarían espacios biográficos en los que el hijo le confiesa a otros lo que nunca pudo confesarle a su padre. En otras palabras: estos libros resultarían conversaciones entre padre e hijo en las que este último parece tener la última palabra; de hecho, no pocos de ellos a menudo pasan de la tercera persona a la segunda: el hijo le habla directamente al padre. En Un temporal, Grizas escribe algo que podría tomarse como una caracterización de lo que estos libros permiten o habilitan: “Entablo conversaciones con el que alguna vez supiste ser” (2021, p. 85). El lector de estos libros se constituye de este modo en una suerte de testigo o voyeur –la encarnación de esos “otros” a los que se refiere Yuszczuk en “Glaciares”– de esa conversación entre el hijo y el padre que, luego de la muerte de este último, orquesta el hijo con su escritura. Se trata, por supuesto, de una conversación idiosincrásica, unidireccional.
En el final de Five Easy Pieces, un clásico de la década de 1970 dirigido por Bob Rafelson, el protagonista (Jack Nicholson), de regreso en el hogar donde nació, le explica a su padre (William Challee) las razones de su alejamiento durante varios años. Pero esa conversación es en realidad un monólogo y aun un soliloquio, y esto porque el padre, que está postrado, sufre una enfermedad que le impide hablar y probablemente entender qué dice el hijo. Y el hijo conjetura que si el padre no hubiera estado en esa situación de desventaja no le habría dicho nada. El hijo se decide a hablar, entonces, porque –y no a pesar de que– el padre ya no puede contestarle: “Tengo la sensación de que si pudieras hablar no estaríamos hablando”. ¿No es esta incongruencia la que se cifra en todas las patriografías?
Por ello, acerca de la patriografía –de todas ellas– podría predicarse la incomodidad que registra la página liminar de Quién mató a mi padre, del escritor francés Édouard Louis: “El hecho de que solo hable el hijo, de que únicamente lo haga él, resulta violento para los dos: el padre se ve privado de la posibilidad de contar su propia vida y el hijo desea una respuesta que nunca llegará” (2019, p. 10). Pero escribí antes que los hijos parecen tener la última palabra, y no que efectivamente la tienen, porque estos libros ofrecen sobrada evidencia de que el padre sigue presente en las vidas de estos hijos aun después de la muerte y que son acaso los padres, y no los hijos, los que se arrogan esa potestad. En estos textos los padres son a menudo una sombra que sigue acompañando a estos hijos no pocas veces de manera autoritaria o intimidatoria, una voz de ultratumba que siguen escuchando –estos libros dan cuenta de esa escucha– y que los condena a no dejar de ser hijos, a ser solo hijos, y a seguir compareciendo ante el padre.
Autobiografía de mi padre, una patriografía sui generis escrita por el francés Pierre Pachet, es un ejemplo extremo de lo anterior. El libro es un ejercicio de ventriloquía: el padre muerto habla a través del hijo. Se trata de un hijo que, muchos años después de la muerte del padre, asegura que todavía sigue escuchando su voz. Escribe Pachet: “La palabra de mi padre muerto reclamaba hablar a través de mí como no había hablado nunca, más allá de nuestras dos fuerzas reunidas. Su palabra me negaba, me pedía ayuda para consagrarse a ella misma, y eso era lo que yo quería” (2021, p. 9). Pero quizá la evidencia más extrema de que, luego de la muerte, el padre sigue siendo quien tiene la última palabra no sea ese libro de Pachet en el que el hijo enmudece para que el padre hable, sino Correr el tupido velo, que menos que para saldar cuentas con su padre, el escritor chileno José Donoso, y dejar de ser solo hija, ratificó a Pilar Donoso trágicamente en ese lugar. El suicidio que siguió a la publicación de Correr el tupido velo puede entenderse como un filicidio. Paradójicamente, estos libros involucran el peligro de ratificar a sus autores en el lugar de hijos, a condenarlos a ser un “hijito eterno”, como llamó hace muy poco en Twitter la escritora colombiana Carolina Sanín a Héctor Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos, a quien otro escritor colombiano, Fernando Vallejo, apodó hace tiempo “el huerfanito”.
Vocación
“Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá habría gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer”, confiesa Abad Faciolince en el inicio de El olvido que seremos (2018, p. 25). En el final, figura otra confesión que complementa a esa primera:
Mi padre tampoco supo, o no quiso saber, cuándo moriría yo. Lo que sí sabía, y ese, quizá, es otro de nuestros frágiles consuelos, es que yo lo iba a recordar siempre, y que lucharía por rescatarlo del olvido al menos por unos cuantos años más, que no sé cuánto duren, con el poder evocador de las palabras (2018, p. 318).
El olvido que seremos ratifica con esas confesiones una sospecha que genera la lectura de casi cualquier patriografía: el hijo se hace escritor para escribir no solo sobre el padre sino para el padre. El padre –la obligación de recordarlo, de no dejarlo morir completamente– impone al hijo una vocación o al menos una tarea: hacerse escritor. El hijo no elige escribir una patriografía sino que es el padre quien lo conmina a hacerlo. Un fragmento de El hijo judío, de Daniel Guebel, apunta a la misma cuestión desde otra perspectiva: “Traté de luchar por mi libertad, dije lo cierto. ‘Voy a ser escritor’, y apenas solté la frase avizoré que, recién abierto, ese espacio de libertar de esfumaba, porque el peso de ese imperativo me obligó a agregar: ‘…si mi papá me deja’” (2021, p. 56). Vale decir: el hijo será escritor solo si el padre lo permite.
Pero más allá de esa característica general, que quizá podría resumirse en el axioma el padre es, antes que nada, una literatura, las patriografías a menudo informan qué función tuvo el padre en el destino laboral del hijo: qué función tuvo en la conformación de la vocación del hijo. Al respecto, entre las patriografías argentinas al menos tres de ellas –Un prólogo a los libros de mi padre, de Reinaldo Laddaga, Imprenteros, de Lorena Vega, y Mi padre y yo, de Gonzalo Santos– se presentan como variaciones de un mismo relato: cómo el padre determina una vocación.
En Un prólogo a los libros de mi padre, de Reinaldo Laddaga, la escritura de la biografía del padre implica en primer lugar contar la vida de un hombre que a los 40 años decidió, sin que otro más que él fuera garante de esa certeza, que era “el mayor escritor de su tiempo” (2011, p.34). El padre desde entonces organiza la vida de su familia en función de esa certeza. El lugar del hijo pasa a ser entonces el de lector –único lector– de esos libros. “Componía, puntualmente, entre febrero y diciembre, un libro por año. En cierto sentido, podría decirse que los escribía para mí. ¿Para mí?” (2011, p. 35). Y aunque el hijo narra su gradual negativa a ocupar ese lugar, desde el título esta patriografía es ya, no obstante, testimonio de que finalmente lo ocupó. Prólogo a los libros de mi padre es el texto que escribe el paciente y único lector de los libros de ese padre, aunque también es cierto que, como exégeta de “los libros de mi padre”, la conclusión que saca es que, lejos de ser “el mayor”, su padre fue un escritor muy malo. Pero la obcecación del padre por ser alguien en el mundo de la literatura no solo repercute en que el hijo escriba este libro. En esa obcecación está también el origen de un destino literario: el hijo se transformó en un profesional de la literatura (Laddaga es docente e investigador) y también en autor de varios libros, como informa la contratapa. A los libros del padre los suceden los libros del hijo. “Este libro es también el relato parcial del enlace de deseos y aversiones del cual resultó mi formación literaria”, se lee en esa misma contratapa. Laddaga se trasforma en lector profesional –en un profesional de la literatura– para, luego de haberse negado, poder leer bien a su padre y aceptar que sus libros eran para él, solo para él. Si “es posible morirse por falta de lectores” (2011, p. 12), al menos un lector, el hijo, impedirá que este padre con ambiciones literarias muera definitivamente.
Imprenteros fue primero una obra enmarcada en lo que se llama “teatro documental” –se estrenó en 2018 y aún se sigue representado– y después también un libro que se publicó en 2022. En él, con la intervención episódica de sus hermanos Sergio y Federico, la actriz, dramaturga y directora Lorena Vega narra con diversos procedimientos la vida de su padre, que fue dueño de un taller de impresión. Luego de su muerte en 2013, ella y sus hermanos están imposibilitados de ingresar a ese taller porque los hijos de una segunda relación del padre “cambiaron la cerradura”: “nosotros no pudimos volver más”, informa Vega en el inicio (2022, p. 19). El libro es tanto una reconstrucción de la vida del padre como un modo de conjurar esa imposibilidad de volver. Porque aunque solo Sergio se dedicó profesionalmente a la impresión –heredó la vocación del padre– el plural del título predica algo en común que los reúne a todos: en el libro el padre y los tres hijos son imprenteros. De hecho, Imprenteros incluye en el final una serie de fotografías en las que, gracias a la manipulación digital de las imágenes, los tres hijos pueden estar otra vez en el lugar del padre. El arte fotográfico opera una restitución y permite que ocurra lo que por el momento no puede ocurrir, lo que les está vedado. En esas fotografías trucadas los tres hijos, ataviados con ropa de trabajo, son imprenteros: son como el padre –como si los tres, y no solo Sergio, hubieran heredado la vocación– y además en el lugar del padre. Imprenteros es un regreso al “hogar” del padre, como nombra Vega al taller, y también un sofisticado objeto editorial, un prodigio de impresión, y por lo tanto un homenaje al oficio paterno. La patriografía es en este caso la llave para abrir la cerradura cambiada que impedía volver junto al padre.
El tercer ejemplo en el que me quiero demorar es Mi padre y yo, un libro que ya mencioné a propósito del problema de la conversación. Como su padre, Alberto Brecia, Enrique Breccia es historietista e ilustrador. En las décadas de 1960 y 1970, los dos realizaron varios trabajos en colaboración. Ese dato permitiría suponer que la historia de la relación entre ellos es una de mutua admiración en la que un padre orgulloso anima la vocación del hijo y lo ayuda a construir su propio espacio dentro de la rama del arte que comparten. Sin embargo, Mi padre y yo, cuyo título parece homenajear el clásico de J. R. Ackerley, trae una sorpresa. En efecto, en esta patriografía que Gonzalo Santos escribió a partir de las extensas entrevistas que le hizo a Enrique Breccia en Italia, Alberto Breccia, el padre, es presentado como un obstáculo y no como un facilitador para el despliegue de una vocación. Enrique Breccia revela en Mi padre y yo que al advertir en él un talento que no había estimulado de ningún modo, su padre se aprovechó de ese talento solo para beneficio propio. Al respecto, revela que le impedía firmar trabajos que hacían en colaboración o no le daba todo el dinero que le correspondía. A esos datos, agrega luego que cuando él comenzó a realizar trabajos de manera independiente, su padre hizo lo posible para que su carrera no se desarrollara (por ejemplo, aconsejando a algunos editores que no lo contrataran). En esta patriografía el padre es para el hijo no solo un “vampiro” que lo reduce a la categoría de “fantasma” sino además, y me reservo aquí cualquier interpretación psicoanalítica, un “yunque atado a las pelotas” (Santos, 2020, p. 77). En Mi padre y yo el hijo es como el padre –en el sentido de que ambos ocupan lugares relevantes en la historia de la historieta y de la ilustración y a veces hasta se los confunde– pero a pesar del padre y, aun, contra el padre.
Continuidades
Sobre el final de su exhaustivo libro sobre la figura del padre –El gesto de Héctor– Luigi Zoja varía el foco del hijo al padre:
No podemos terminar la historia del padre sin ocuparse del hijo que lo busca. Volveremos ahora la mirada y nos introduciremos en el ojo del hijo. No se trata, sin embargo, de la historia de un punto de vista diferente al del padre, sino, en concreto, del modo en el cual su mirada, un día, querría sobrevivir (2018, p. 342).
En contraste con otras posturas que proponen que la primera labor del hijo es terminar con el padre, Zoja asegura que su tarea es buscarlo. “La renuncia a la historia del padre sería la renuncia al sentido de la continuidad que vence el tiempo” (2018, p. 342), afirma. Esa búsqueda, aclara Zoja, no siempre es material sino que a veces es solo simbólica.
Por su parte, G. Thomas Couser, que fue quien acuñó el neologismo patriography, sostiene que
Estás narrativas pueden ser generadas por dos impulsos en conflicto: afiliación y desafiliación. De estos, el primero es más común. La afiliación y la desafiliación son distintas por definición, pero en ambos casos el autor se sitúa a sí mismo como incrustado en una relación definitoria con un padre más que como un agente autónomo. La paternidad es un poderoso marcador de identidad y, como tal, un fuerte estímulo de la memoria (2014, p. 22, traducción mía).
En este primer acercamiento a un conjunto de patriografías de autores argentinos contemporáneos que propongo leer en relación con otras de autores extranjeros, los tres aspectos en los que me detuve refieren a alguna modulación de la continuidad de la que habla Zoja o de la prevalencia del impulso de afiliación de la que habla Couser. Todas ellas son búsquedas simbólicas del padre que involucran el anhelo, a veces no confesado, de que algo continúe: una vida, una conversación, una vocación. Esa continuidad por supuesto no implica ausencia de conflictos y sentimientos ambivalentes del hijo hacia el padre cuya vida cuenta. Pero la continuidad –la supervivencia– está garantizada y aun impuesta por el género más allá de cualquier voluntad de corte –o de desafiliación, para decirlo en los términos de Couser– que embargue al hijo. Quien escribe una patriografía no puede evitar que esa continuidad de padre a hijo se manifieste en el texto. O quizá habría que decir que el texto patriográfico –las palabras que el hijo le ofrenda al padre: una junto a otra, una a continuación de otra– ya realiza esa continuidad, la garantiza.
Por último: ¿por qué estudiar con alguna independencia las patriografías de autores argentinos? ¿Hay algún rasgo que habilite ese criterio más allá de uno geográfico? La palabra patriografía evoca y actualiza la etimología común de dos palabras: padre y patria. Y es entonces quizá esa relación entre padre y patria, una que en principio es etimológica, la cuestión que habilite a deslindar en estos textos y películas algún elemento puramente local –argentino– que permita estudiarlas con alguna autonomía. Por lo pronto, habría que decir que en buena parte de ellas –en los libros de Jeanmaire, Libertella, Piñeiro, Sivak o Grizas, y en los films de Roqué, Comedi, Prividera y Olivera, por ejemplo– aparece la interrogación de qué hizo cada uno de estos padres durante la última dictadura militar. Se tratará, entonces, de demorarse también en cómo en estos textos alguna zona de la historia de la patria se anuda con la historia de estos padres: de estos padres de la patria.
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Notas
Recepción: 06 Marzo 2023
Aprobación: 10 Abril 2023
Publicación: 01 Mayo 2023