Orbis Tertius, vol. XXVIII, nº 38, e283, noviembre 2023-abril 2024. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Libros

Tiziana Plebani, El canon ignorado. La escritura de las mujeres en Europa (s. XIII-XX). Buenos Aires, Ampersand, 2023, 480 páginas

Graciela Batticuore
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: Batticuore, G. (2023). [Revisión del libro El canon ignorado. La escritura de las mujeres en Europa (s. XIII-XX) por T. Plebani]. Orbis Tertius, 28(38), e283. https://doi.org/10.24215/18517811e283

Voy a comenzar diciendo que disfruté mucho de la lectura de este libro que hace un largo recorrido por la historia de la cultura escrita de las mujeres y ofrece innumerables datos, referencias, observaciones y fuentes inspiradoras que dan ganas de seguir indagando.1 Ya desde las primeras páginas de El canon ignorado, la pregnancia de una imagen vinculada a los ambientes conventuales y a los talleres gráficos medievales me cautivó. La imagen en cuestión es la del scriptorium, término latino que remite al espacio físico o al mobiliario donde llevaban a cabo su trabajo las monjas copistas e iluminadoras, como también otras mujeres laicas que contribuyeron al delicado arte de forjar los códices o manuscritos antiguos antes de la invención de la imprenta. Sabemos que la mayoría de esas mujeres permanecieron en el anonimato, pero algunas son conocidas e incluso pasaron de la estricta labor del copiado o transcripción, a la composición de textos literarios propios, como lo demuestra el caso de Christine de Pizan (1365-1439), famosa por su intervención en la querelles des femmes (a través de La ciudad de las mujeres, de 1405, y otras obras literarias que le dieron éxito), pero que antes fue copista de libros de lujo en la corte. Cuenta Plebani que, además, llegó a organizar con el tiempo ella misma un scriptorium, dirigió a los miniaturistas e hizo insertar figuraciones o escenas de sí misma en los trabajos iconográficos.

Leyendo y buscando más sobre el tema en estos días comprobé que Pizan no fue la única sino que hubo otras tantas mujeres, acaso menos célebres pero igual de sutiles, cuyas tretas o ardides dejaron también una huella o impronta personal en los códices. Pienso por ejemplo en Guda de Weissfauen, religiosa de un convento alemán que pasó gran parte de su vida iluminando manuscritos, entre ellos El homiliario de Guda (circa 1250-1300), donde se muestra a sí misma sosteniendo con una mano la letra G, bajo la cual se lee un breve texto en latín que dice: “Guda, peccatrix mulier, scripsit et pinxit hun librum” (“Guda, pecadora, escribió e iluminó este libro”). O pienso en Herrada de Landsberg, monja alsaciana que trabajó en Hortus deliciarum .El jardín de las delicias, 1180), donde no solo encontramos su retrato sino el de las otras hermanas del convento. O en Claricia, que en otro manuscrito se dibujó a sí misma al pie de otra letra Q en un códice que iluminó con sus propias manos, como quien deja un autógrafo o pone una rúbrica que proyecta el cuerpo de la escribiente en miniatura para los ojos del lector (c. 1200).

Me fascinan estas imágenes que son como selfies medievales que nos transportan del siglo XV al presente en un solo golpe de vista o de idea. Hoy, que todo tiene que ser “visibilizado” para existir; hoy que impera la cultura de la imagen y que en la literatura están en auge las “narrativas del yo”; hoy que circulan por las redes los retratos de tantas autoras, autores y escribientes que buscan ser conocidos o reconocidos por el gran público, resulta interesante comprobar que el gesto no es inédito y que los retratos o autorretratos femeninos que vienen del pasado dan cuenta también de una necesidad de ser observadas y de perpetuarse en las representaciones visuales o literarias. Se trata acaso de una tendencia humana: el instinto o la ilusión de no ser olvidados, que cabe tanto a hombres como a mujeres de todas las épocas. Pero también se trata de un recurso de autovalidación de la mujer letrada, que busca afianzar la propia autoridad frente al público para legitimar su ascenso.

Tiziana Plebani lo comprende y por eso se detiene varias veces en esta cuestión a lo largo del libro, por ejemplo, cuando hablando de las escritoras de cartas evoca la imagen singular de una Penélope que escribe mientras espera a su Ulises. O cuando recuerda que durante el auge del petrarquismo, Laura Battiferri, poetisa italiana, “se había hecho pintar por Bronzino con el pequeño libro del autor entre las manos, así como muchos otros contemporáneos suyos, tanto hombres como mujeres” (1560, “Retrato de Laura Battiferri”). Podríamos agregar que un poco después, en los siglos XVII y XVIII, también las grandes anfitrionas de los salones europeos donde nacía el espíritu de una opinión crítica independiente respecto de la corte se hicieron retratar por destacados pintores, solas o en medio de los círculos sociales donde la presencia de reconocidos filósofos, hombres de ciencia y literatos constata y testimonia su prestigio (señalo tan solo un ejemplo europeo y otro nacional: “Lectura de la tragédie de “L´Orphelin de la Chine”, representada en 1755, en el salón de Marie-Thérèse Rodet Geoffrin, de Anicet Charles Gabriel Lemonnier, c. 1812; “Himno Nacional en casa de Mariquita Sánchez de Thompson”, Pedro de Subercaseaux, 1910).

Lo cierto es que en cualquier caso o en cualquier época, el gesto femenino de retratarse o hacerse retratar implica poner de relieve el cuerpo, la propia imagen, la gestualidad e incluso la voz (aun llegado el siglo XX, cuando aparece el fonógrafo), asociándola en todos estos casos al prestigio que otorga el saber, la erudición o la palabra oral o escrita, para ser recordadas así por siempre. En este sentido, El canon ignorado ofrece un largo recorrido histórico que indaga no solo el rol de las mujeres en la cultura letrada de la Edad Media al Renacimiento (capítulos uno y dos) sino que revisa su actuación en los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX (capítulos 3, 4 y 5), para cerrar a modo de conclusión con un interrogante que intercepta el presente y habilita la relación con los estudios locales en perspectiva de género: “¿ha existido y existe “una” escritura femenina?”, plantea la autora al final de este libro que bien puede leerse como una suerte de manual erudito que intercepta o ilumina otras investigaciones sobre el tema.

Precisamente, leyendo la obra pensé que el pasado nacional nos legó también una valiosa galería de retratos en los que quiero detenerme un momento, porque ellos dan cuenta de otros espacios, perfiles, poses, variantes o inflexiones del asunto. A comienzos y mediados del siglo XIX, tanto en el arte como en la literatura argentinas, las mujeres letradas suelen aparecer más vinculadas con la lectura que con la escritura, como lo muestran varias obras del artista Carlos Enrique Pellegrini: no solo el conocido retrato de “Doña Lucía Carranza de Rodríguez Orey” (1831), una bella joven de la elite porteña de comienzos de siglo que aparece leyendo (y exhibiendo) el Telémaco de Fenelón, libro que había sido compuesto para la educación de un príncipe. Por esos mismos años, Pellegrini retrató a otras damas de la sociedad porteña que posan en interiores domésticos con una pequeña esquela en la mano, con un misal, o con un libro que constata su pertenencia a una institución pública que promueve la educación femenina, como es el caso de “Doña Pastora Botet de Senillosa”, que exhibe un cuaderno en cuya tapa asoma el nombre de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires. Estas y otras imágenes de época nos recuerdan que en el pasaje que va de la ilustración al romanticismo argentino, la lectura fue un signo distintivo para los hombres y las mujeres de elite. A tal punto que Fernando García del Molino llegó a retratar a joven fallecida en 1825 con un pequeño libro entre las manos titulado No me olvides, para verificar que en vida había sido una auténtica lectora (“Retrato de Cirila Suárez de Roballos”, c. 1840, miniatura).

Pero a medida que el siglo avanza y la figura de la mujer autora comienza a legitimarse socialmente, la semblanza de una escritora ejecutando su métier se impone cada vez más. Hay memorias literarias, también hay pinturas y fotografías varias, entre ellas una serigrafía de Juana Manuela Gorriti que me interesa destacar. Fue realizada por Paciano Ross para el Almanaque Sud-Americano, luego incluida en un libro suyo titulado Veladas Literarias de Lima (Buenos Aires, 1892), donde se recogen piezas poéticas y ensayos que fueron leídos en voz alta en la casa limeña de la escritora, entre 1876 y 1877. Ese ámbito doméstico, al que sin embargo acudía la prensa para dar noticias de sus actividades, fue el primero que reunió a las literatas peruanas con los escritores más destacados de la época. Además de cantar, de recitar, de bailar y conversar sobre arte, ciencias, literatura o política, en esta tertulia americana la lectura compartida fue una ceremonia pública de resonancia continental. Y lo menciono a propósito de esta imagen de una Gorriti anciana, inclinada ante el papel y la pluma en su escritorio, cuando ya los invitados y la prensa se han retirado de la casa (como cuenta en el prólogo del libro un habitué de las tertulias, también lo recuerda la autora en su diario titulado Lo íntimo), porque en ese ámbito doméstico de gran proyección pública se alentó enfáticamente la educación de la mujer como palanca de progreso: “Instrucción para la mujer”, “Trabajo para la mujer”, fueron algunos títulos elocuentes de los artículos que se leyeron en voz altas en estas célebres veladas americanas, que medían el grado de civilización de los pueblos según el acceso de las mujeres a la lectura y la escritura. Como también señala Plebani para el caso europeo, la educación de la mujer fue una de las grandes premisas que atravesó el siglo XIX en Occidente; en Argentina la apoyaron con fervor los letrados portadores de las “nuevas ideas”, que asomaron con la emancipación americana y encontraron eco en épocas posteriores, desde Belgrano a Sarmiento y casi todo el círculo de escritores románticos de la primera y la segunda generación.

Algunos de ellos, precisamente, fueron interlocutores dilectos de otra escritora más temprana, Mariquita Sánchez, figura importante en la genealogía local de mujeres ilustradas que cruzaron línea del siglo XVIII al XIX. Ella encarnó en muchos sentidos el cambio de mentalidades que va del Antiguo Régimen al romanticismo. Son conocidos varios retratos suyos, algunos especialmente valiosos como el de Mauricio Rugendas o el miniaturista Jean-Philippe Goulu, que la retrataron en su juventud. También Antonio del Pozo dejó un valioso daguerrotipo (1854) que la muestra de cuerpo entero sobre el final de su vida cuando era una mujer de prestigio entre diversos círculos de intelectuales. Pero la imagen suya que más me gusta es la que asoma en un óleo que compuso una artista del siglo XX, Lía Correa Morales, que ubica a Mariquita rodeada de mujeres, su cuerpo inclinado ante la mesa escribiendo acaso una carta pública que irá a parar a la Gaceta Mercantil, firmada por todo el grupo de patricias que donaron joyas y dinero en apoyo de la causa revolucionaria. Las ilustres patriotas de Buenos Aires (1935) se llama esta pintura que muestra a las mujeres agitadas en un común objetivo, en la misma época en que mandan a inscribir sus nombres en los rifles de los soldados que combatían en la lucha contra los realistas.

Hubo otras muchas mujeres retratadas en diversos formatos a lo largo del siglo, mujeres politizadas y profesionalizadas, íntimas o de armas tomar, incluso hay memoria iconográfica de las gauchas gaceteras, de las mujeres de prensa y de otras muy emblemáticas de la vida social y política argentina, como es el caso de Encarnación Ezcurra, esposa de Juan Manuel de Rosas, representada a la manera de una santa, con una aureola de letras doradas que rodea el busto con el lema de la federación (óleo de García del Molino y Carlos Morel, “Encarnación Ezcurra, 1835-1836”). Aunque estos no son retratos públicos que construyen figuras nacionales heroicas (como analizó recientemente Laura Malosetti Costa en un libro titulado, precisamente, Retratos públicos. Pintura y fotografía en la construcción de imágenes heroicas en América Latina desde el siglo XIX (2022), no suelen estar exhibidos en las instituciones para forjar una memoria compartida, sin embargo, estos registros visuales de mujeres del pasado alumbran el análisis de muchas tramas político-culturales y literarias que nos interesan.

No hay que olvidar que contamos con una interesante memoria visual de otras escritoras del siglo XIX que asoman en diversas imágenes o fotos a medida que el siglo avanza, algunas son reconocidas internacionalmente, como Eduarda Mansilla; otras fueron polémicas y combatidas por los sectores eclesiásticos, como Juana Manso. Otras muy exitosas como Emma de la Barra, la celebrada autora de Stella, que cambió el seudónimo por el nombre propio cuando su opera prima se convirtió en best seller. O como Ada Elflein, la primera periodista y corresponsal contratada por un diario porteño que le dio un espacio propio en la redacción, en 1904. Tal vez sea por eso que en dos fotografías de los años 30 que fueron tomadas un par de años antes de su muerte, Elflein se muestra en su espacio de trabajo en actitud de escritura, o bien con un libro abierto entre las manos, pero mirando de frente a la cámara, como interpelando al espectador.

De allí en más, es decir cruzando al siglo XX, encontramos más retratos colectivos de mujeres letradas que destacan en los círculos y banquetes literarios, junto a renombrados autores y artistas que convalidan su obra. Basta pensar en Norah Lange, premiada y aplaudida entre los círculos de la vanguardia literaria de los años 30, que aparece en otra foto vestida de sirena, promocionando su libro 45 días y treinta marineros, rodeada de escritores famosos que la escoltan o le siguen el juego para apoyar en público la obra. O, en otra dirección u otra pose, podemos recordar a Alfonsina Storni aclamada por el público y reconocida entre las poetas emergentes de América (ella dejó registro de su voz en un recital de poesía junto a Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou). O en Victoria y Silvina Ocampo tejiendo amistades locales e internacionales para la revista Sur, o en Beatriz Guido conquistando al público de cine junto a Torre Nilson y Graciela Borges. O en otras muchas escritoras contemporáneas como María Moreno, Gabriela Cabezón Cámara, Mariana Enríquez o María Negroni, que antes de conquistar el mercado editorial con sus libros deambularon por las redacciones o bien pusieron su literatura en escena. De todas ellas hay fotos alusivas y muy accesibles circulando por la web.

De modo que esa persistencia de las mujeres que se retratan a lo largo del tiempo es cada vez más frontal, pujante y ostensible en la edad moderna o contemporánea, cuando hay una tecnología y un público masivo disponibles. En el siglo XX ya no se trata de la miniatura de un cuerpo femenino encajado sutilmente entre los pliegues de un códice. O de la pequeña imagen que puede caber en un relicario que cuelga sobre el pecho, aunque esas variantes persistan incluso hasta el presente. Desde el siglo XIX en adelante, la imagen de la mujer autora pero también de la lectora se hace evidente y directa e invita a mirar lo que ha empezado a imponerse como moda y señal de progreso, en busca de la profesionalización literaria o la inserción igualitaria de las mujeres en los círculos letrados, por más que el pudor, la censura y la autocensura hayan sido parte de la historia de la escritura femenina. Y por más que el “olvido” esté siempre al acecho, como muestra el caso de una escritora argentina muy presente en la agenda literaria actual, Sara Gallardo, que durante épocas fue olvidada por la crítica. O como testimonia la obra de todas las escritoras argentinas del siglo XIX que fueron reeditadas en las últimas décadas, pero que estuvieron fuera de programa durante mucho tiempo.

Sin embargo, como bien apunta Tiziana Plebani, las escritoras de distintas épocas probaron todos los géneros: escribieron cartas, peticiones, libelos, panfletos políticos, diarios, álbumes, cuadernos íntimos, testamentos, libros de cocina o de cuenta, novelas, poesías, crónicas de viaje o periodísticas, cuentos, folletines. A veces fueron aclamadas, otras olvidadas, entraron y salieron subrepticiamente del canon según las circunstancias o las modas, pero indudablemente existieron y fueron muchas. Plebani lo demuestra con creces a través de un trabajo verdaderamente arqueológico y de sistematización, que evidencia la amplia producción escrita de las mujeres europeas de todas las épocas. Puede decirse que ella hace un trabajo de zapa contra el olvido, levanta, releva, analiza, muestra y pone en contacto o en diálogo a las literatas y las mujeres corrientes, comunica las escrituras ordinarias con las literarias. Esta última es, creo yo, la gran decisión y el mérito más relevante de este libro que afronta además un interesante desafío: no desestima la cantidad de producciones escritas por mujeres de diferentes épocas en desmedro de la calidad literaria sino al contrario, ella valoriza esa diversidad e indaga en los registros y las significaciones.

Me interesa mucho esta perspectiva porque se acerca a un anhelo o a una tarea propia de investigación, que consiste en poner al lado de las mujeres letradas a las iletradas, para ver el juego de influencias e intercambios recíprocos que ofrece esa proximidad (véase “Familia de don Pedro Bernal y una criada”, de Prilidiano Pueyrredón o “Escena interior”, de Benjamín Franklin Rawson (1867), que analicé en Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina (2017). Así, a la serie de “escritoras, escribientes o escritorzuelas”, como articula Plebani en varias partes de su libro, yo agregaría la figura de las mujeres sin letra, esas que también llevan y traen en las manos los papeles que otros van a leer. No se trata solo de libros sino de cartas de amor o de esquelas políticas que van escondidas entre las faldas, panfletos, mensajes varios o periódicos que las iletradas escuchan leer a veces en voz alta; o papeles que sus manos iluminan para los ojos de otros lectores. Creo que hoy en día la crítica literaria y la literatura de ficción pueden aprovecharse mucho de la historia de la cultura escrita, de los aportes del feminismo y de los estudios de género, también de la historia del arte y la cultura visual, siempre que tengamos una mentalidad abierta o porosa que sea capaz de franquear las divisiones tajantes de las disciplinas o incluso las agendas académicas de turno. Así, tal vez, los retratos, los autorretratos y las selfies de antes o de ahora pueden inspirarnos mucho más, llevarnos y traernos como una brújula en el mar de los papeles y la memoria perdida o reencontrada, de tantas mujeres anónimas y conocidas de todas las épocas.

Notas

1 Este texto fue leído como presentación del libro en la Biblioteca del Malba el 5 de octubre del 2023.
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