OT Orbis Tertius, vol. XXIX, núm. 39, e287, mayo-octubre 2024. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Lo que puede un lector en El aire

Mariano Carreras

Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: Carreras, M. (2024). Lo que puede un lector en El aire. Orbis Tertius, 29(39), e287. https://doi.org/10.24215/18517811e287X

Resumen: El contexto de publicación de El aire, de Sergio Chejfec, coincide con el momento de consolidación hegemónica del neoliberalismo, cuyo rasgo fundamental consiste en el desplazamiento de la precariedaddesde los márgenes que el capitalismo no puede integrar hacia el centro de la sociedad. Escrita y publicada en un tiempo que se caracteriza por un proceso de normalización de la precariedad, la novela produce, paradójicamente, un extrañamiento de la normalización. Chejfec propone una reflexión oblicua sobre la relación entre la novela como enunciado y sus propias condiciones de enunciación. Dicha reflexión se puede leer en las posiciones que asume el protagonista como consumidor cultural frente a distintos materiales textuales y en la distancia que lo separa de las condiciones de posibilidad de una poética particular, que en la novela se articula en la palabra del narrador.

Palabras clave: Sergio Chejfec, Consumo cultural, Precariedad, Extrañamiento, Poética.

What a reader can in El aire

Abstract: The publication context of El aire, by Sergio Chejfec, coincides with the moment of hegemonic consolidation of neoliberalism, whose fundamental feature consists in the displacement of the precariousness from the margins that capitalism can’t integrate towards the center of society. The novel, written and published in a time that is characterized by a normalization of precariousness, produces a strangeness from normalization. Chejfec proposes an alternative reflection on the relationship between the novel as a statement and its own enunciation conditions. This reflection can be read in the positions that the protagonist assumes as a cultural consumer of different textual materials and in the distance that separates him from the possibility of a particular poetics, which in the novel is articulated in the narrator's word.

Keywords: Sergio Chejfec, Cultural consumption, Precariousness, Estrangement, Poetics.

Tiempo atrás se pudo ver en Buenos Aires un afiche que decía: “El federalismo no se declama, se practica”. Alguien podría contestar que, si nunca se declamara, el federalismo perdería fuerza como principio. De hecho, el afiche mismo es prueba de que el federalismo es objeto de declamación. Quizá el mejor slogan político sea el que logra disimular su apariencia de slogan y presentarse como verdad. En todo caso, lo opuesto le cabe a cierta literatura: si el slogan sobre el federalismo se valía del arte del disimulo, algunas propuestas de la literatura contemporánea ponen en evidencia que toda declamación o que todo discurso es un hacer cuyos efectos conviene desentrañar. El aire, de Sergio Chejfec (1992), es paradigmática en este sentido. La hipótesis de lectura que orienta las indagaciones que siguen se puede formular así: la tercera novela del escritor argentino problematiza las relaciones que se establecen entre distintos materiales textuales y los procesos de configuración de lo sensible. Tomo esta última noción de Rancière, para quien las experiencias estéticas producen efectos imprevisibles, que de ninguna manera pueden ser calculados, pero que ciertamente desencadenan procesos de transformación en “el mapa de lo perceptible y de lo pensable” (2008, pp. 68-69). Ahora bien, allí donde el teórico francés restringe sus argumentos a la esfera de las “experiencias estéticas”, el novelista argentino incluye una constelación bastante más amplia de materiales capaces de desplazar el horizonte de lo que se puede percibir y pensar.

La primera edición de El aire fue publicada en 1992. Ese año, como lo ha señalado Alejandra Laera, comienzan en Argentina dos procesos de ficcionalización simultáneos y concomitantes: en el plano de la economía política, la pretendida paridad entre el peso argentino y el dólar que nueve años más tarde terminaría en la crisis del 2001; en el plano de la literatura, la publicación de una serie de propuestas literarias que encontraron en las “ficciones del dinero” una “matriz que permite hablar a la vez del mundo y de la literatura”, tanto como “una potencia renovada para el relato” (2014, p. 22). La novela de Chejfec es la primera de la serie. El contexto de producción y publicación de la novela coincide con el momento de consolidación hegemónica del neoliberalismo, cuyo rasgo fundamental, según Isabell Lorey, consiste en el desplazamiento de la precariedad de la vida desde los márgenes hacia el centro de la sociedad. La precarización ya no se corresponde con lo que el capitalismo rechaza porque no puede integrar, sino que funciona como un “instrumento político-económico normalizado” (2016, p. 51). Ahora bien, El aire está lejos de funcionar como representación mimética de su contexto de producción. Si fue escrita y publicada en un tiempo signado por la normalización de la precariedad, en la novela se configura, paradójicamente, una normalización de la precariedad más bien extrañada.

Este proceso de extrañamiento opera en dos niveles distintos. Por un lado, en clave formalista, Chejfec construye un texto moroso, conjetural, sustancialmente especulativo. Beatriz Sarlo sugiere que en la literatura de Chejfec la frase “(…) es muchas veces tentativa; toma para varios lados al mismo tiempo; admite incidentales y se interrumpe para desviarse, en una adversativa, corrigiendo lo que ya había dicho (…)” (2007, p. 394). Por otro lado, en clave fenomenológica, el héroe percibe el mundo que lo rodea como un espacio saturado de signos inéditos, sorprendentes, desconcertantes. Fermín Rodríguez articula ambas claves de lectura cuando señala que en la novela de Chejfec la teoría formalista del extrañamiento “se ha vuelto la experiencia cotidiana de quien entró en otro tiempo, un tiempo vacío y enigmático marcado por la desocupación (…)” (2022, p. 106). Frente a los postulados de un formalismo que supo bregar por un arte que se demarque del reconocimiento, por una literatura capaz de generar en cambio visiones que en última instancia desautomaticen la percepción (Shklovski, 1970, p. 60), Chejfec construye un personaje que funciona como vector de una serie de visiones tan extrañadas que redundan en una especie de automatismo del desconcierto. En efecto, Barroso es el agente de un encadenamiento de percepciones tan desacostumbradas que lo debilitan, tan inauditas que lo instalan “en un presente aislado del universo” (Chejfec, 1992, p.13).

Por otra parte, Chejfec reflexiona en El aire sobre la relación entre la novela como enunciado y sus condiciones de enunciación. El narrador le dedica a la relación entre el personaje y “su época” una frase que se repite en el comienzo y en el final. No importa todavía cuál es la lógica a la que responde dicha repetición. Por lo pronto, digamos que la frase es atendible por el mero hecho de que se repite dos veces, al principio y al final, pero además porque entre una y otra ocurrencia hay una variación, mínima pero sustancial. En sus dos variantes, la frase es la siguiente: “[el valor de su carácter] fue/sería la circunstancia que le permitiría soportar la agotadora tensión de su época (…)” (p. 13 y p. 189). Entre la primera y la segunda versión, la conjugación verbal pasa del pretérito perfecto simple al condicional: donde primero dice que “fue”, propone después que “sería”; un desplazamiento que va de la certeza a la incertidumbre, de la convicción de lo que se afirma a una hipótesis que se reconoce apenas probable. Se afirma primero y se pone en duda después si al personaje le fue suficiente “el valor de su carácter”. Sobre lo que no se duda en ninguna de las versiones es que, al personaje, en la “agotadora tensión de su época”, es esto precisamente lo que le toca: “soportar”.

La literatura como prefiguración

El aire empieza con un libro dentro del libro. Lo primero que se sabe de Barroso, el protagonista de la novela, antes que se sepa ninguna otra cosa de él, es que se trata de un personaje lector. Benavente, su ex pareja, lo abandona una semana antes del punto en el que comienza el relato. Por la mañana, poco después de recibir por debajo de la puerta el mensaje de Benavente que desata sus tribulaciones, se le incendia la oficina, con lo cual pierde su rutina laboral como ingeniero. Pero antes de conocer estos datos de relevancia en el desarrollo de la trama, leemos que las primeras palabras de la novela son palabras leídas. Ahora bien, algo en especial llama la atención: el narrador, que en tercera persona dice que Barroso, después de leer, “se quedó pensando” (p. 13), parece el mismo que habla en el libro que el personaje estaba en trance de leer. Aún si fuesen narradores distintos, ambos construyen frases muy semejantes y sostienen un mismo ritmo narrativo. De manera provisional, digamos que las diferencias entre el narrador del libro que lee Barroso y el que lo narra a él pasan desapercibidas. Si lo que el personaje lee es literatura, en lo que respecta a la voz, no parece haber, en El aire, discontinuidad entre literatura y vida.

Es verdad que la novela empieza entre comillas, con el fragmento del libro leído. Comillas que, además, se cierran al promediar el párrafo, de manera que lo dividen en dos partes de extensiones apenas distintas. Esas marcas gráficas, cuya apertura es el primer signo de la novela, en tanto dividen el párrafo, sugieren un corte. No obstante, afuera de los límites del libro que lee Barroso, cuando el cierre de las comillas indica que ha dejado de leer, en ese preciso momento en que probablemente cierra el libro con sus manos, el narrador formula una hipótesis que, de manera más o menos oblicua, corresponde a una intuición de Barroso: “Sin ser minucioso, el libro prefiguraba una vida” (p. 13). No solo habría que decir entonces, de manera tentativa, que no hay respecto de la voz discontinuidad entre literatura y vida, sino que, además, no la habría tampoco en el sentido en que, desde el punto de vista del personaje, existe entre ambas una relación de prefiguración.

El aire empieza casi con las mismas palabras con las que termina. El fragmento inicial de la novela, que es el fragmento del libro dentro del libro, prefigura el texto que después, en el final, lo narra al propio Barroso: eso que primero lee en el libro se convierte en su porvenir. Cuando ese texto lo narre a él, aparecerá sin comillas. Además, el final de la novela es para el personaje la anticipación de un desenlace fatal. Ese texto que antes “prefiguraba una vida” funciona después como parte de un párrafo que, puesto que “Barroso no tuvo la fortuna de carecer de agonía” (p. 189), prefigura su muerte. El último párrafo de la novela convierte el texto del comienzo en un final para la novela tanto como para la vida del personaje. Lo que en la literatura aparece en términos de una vida prefigurada, la vida lo traduce en términos de una muerte inminente. Así, el texto que dice lo que primero lee y después vive Barroso ocurre dos veces. Pero, recuperando una célebre frase marxiana, no se trata de una tragedia (leída) que después se repite como parodia (vivida), sino que, en su relación con la literatura, la vida de Barroso es una parodia y una tragedia a la vez.

Ahora bien, ¿qué estatuto le asigna el narrador a esta suerte de hipótesis determinista en torno de la relación entre la literatura y la vida? El texto es en realidad bastante claro al respecto: tras el cierre de las comillas de lo que Barroso leía, dice el narrador que el personaje “Se quedó pensando”, y agrega inmediatamente después: “Sin ser minucioso, el libro prefiguraba una vida” (p. 13). Por lo tanto, la hipótesis de la literatura como prefiguración es precisamente aquello en lo que Barroso se queda pensando después de leer. Esa hipótesis es un pensamiento del personaje. Un pensamiento que, por supuesto, el narrador no necesariamente comparte. Desde el punto de vista de la voz, entre la literatura y la vida no hay discontinuidad, pero no porque la novela sostenga una defensa de la concepción de la literatura como prefiguración. Más bien, Barroso encarna como tragedia y como parodia en su vida lo que lee en la literatura porque es él quien cree que el texto leído determina su vida.

En este sentido, de algún modo, Barroso le confiere a la literatura la función de un oráculo. Los efectos de su lectura no se derivan de los poderes intrínsecos del texto leído, sino de su concepción oracular acerca de la literatura. Como Edipo, Barroso encuentra en el texto su propio destino; pero, a diferencia del héroe sofocleo, no le interesa escapar del designio que se le presenta, ni siquiera se le ocurre que existe semejante posibilidad, más bien todo lo contrario: frente al texto, incluso cuando este no es minucioso, no piensa otra cosa más que la hipótesis de la prefiguración. Edipo vive el destino que le anticipa el oráculo en la medida en que busca evitarlo. Y aunque fracasa, puesto que lo intenta, cree que la palabra de los dioses puede ser discutida. En cambio, Barroso queda atrapado en la palabra de un texto respecto del cual, si en principio no habla de él, puesto que describe las circunstancias de un mundo en el que las cosas que pasan no son todavía las que le pasan a él, se encarga de borrar la distancia como lector para que esa palabra y la narración de su vida finalmente coincidan.

Una vez más: la novela empieza con un libro dentro del libro. Recupera en este sentido un recurso perteneciente a la tradición de la literatura barroca. No es difícil identificar en el Quijote una de las referencias posibles para pensar el juego que se establece entre el primero y el último párrafo de la novela. Como el extemporáneo caballero de la Mancha, Barroso vive de acuerdo a las circunstancias que ha leído en el libro. Sin embargo, no actúa lo que lee en una literatura que lo enloquece. A Barroso la literatura no solo que no le genera ninguna pasión, sino que, aparentemente, ni siquiera le despierta interés. Es quizá por eso que, lejos de ampliar el horizonte de sus derroteros a partir de la literatura, como después de todo le ocurre al héroe cervantino, lejos de reconfigurar a través de su lectura las posibilidades de su propio destino, lo que lee en la literatura agota su vida como posibilidad. Es el destino trágico y paródico a la vez de un lector desapasionado que concibe la literatura, dogmáticamente, como prefiguración.

La prensa: un régimen de lectura

Si bien Barroso lee muy poca literatura, ha establecido un régimen de lectura que ocupa un lugar importante en su vida. Y aunque no sea conveniente trazar particiones demasiado nítidas entre materiales textuales que en verdad constituyen zonas que se contaminan unas con otras, hay que decir que esa rutina no se organiza en torno de textos que forman parte de lo que se suele llamar literatura, sino más bien en torno de la prensa escrita. En efecto, “La lectura de la prensa era un hábito central en la vida de Barroso” (p. 45). Si la lectura de literatura ocupa un lugar excepcional, en el sentido en que ocupa el margen que representa el comienzo de toda novela, la prensa se instala en el centro y se erige, respecto de los hábitos de lectura, como la regla. La centralidad que asume la prensa en la vida de Barroso favorece que “Los diarios [ocupen] los rincones de la casa y se [apilen] sin orden” (p. 46). Los diarios lo ocupan todo: el centro y la periferia. Además de constituir una materialidad ubicua, la prensa funciona como una distracción cotidiana y un índice de consulta periódica: “era el ocio prefigurado que ordenaba y escandía su vida cotidiana de manera convencional” (pp. 45-46). Son lecturas que informan y entretienen, que ordenan la experiencia y desordenan el espacio doméstico.

Los diarios se insertan en la relación del cuerpo del personaje con su entorno inmediato: la tinta de los diarios le ensucia las manos con las que podría ensuciarlo todo (pp. 48-49). Tampoco parece haber discontinuidad entre la lectura de la prensa y la vida de Barroso. Este régimen de lectura, además de modificar el espacio inmediato, transforma el orden de lo sensible. Es paradigmático en este sentido el pasaje en el que Barroso lee un artículo en el que se explica el proceso de “tugurización de las azoteas”. El artículo informa que “muchos habitantes (…) preferían vivir en ranchos levantados en las azoteas de las casas de la ciudad en lugar de construirlos en la Periferia” (p. 63). Para Barroso, antes de leerlo en la prensa, ese proceso era invisible. Es recién después de leerlo en el diario que, a través de su propia ventana, Barroso lo puede ver. Pero, además, después de leer, el diario insiste: “En el cuarto, una doble hoja de periódico ocupaba el centro de la cama, la fotografía de las terrazas de Buenos Aires era un hueco de oscuridad abierto entre las sábanas” (pp. 65-66). La foto que en el diario ilumina el artículo, en el cuarto, en “el centro de la cama”, más bien oscurece. Barroso piensa por un momento que esa “imagen de pobreza en ascenso” de la que habla el artículo podría representar una “alegoría o un mensaje dirigidos a su condición” (p. 66). Al igual que el texto literario, también la palabra de la prensa podría capturarlo en su trama. El narrador advierte, sin embargo, que Barroso “no cayó en ese error”, pero agrega que “tampoco pudo evitar percibir [dicha pobreza] como una confusa amenaza” (p. 66).

El artículo reconfigura el orden de lo sensible no solo porque hace visible lo que permanecía oculto, sino también porque produce transformaciones materiales. Entre las sábanas de la cama, el texto y la foto del diario constituyen “un hueco de oscuridad” que ilumina, y la ambigua luz que ese hueco derrama se extiende desde el centro del espacio doméstico hacia las azoteas aledañas del barrio, transforma la percepción del entorno urbano tanto como las perspectivas de la propia vida del personaje. Así, Barroso instituye en virtud de la prensa un ejercicio cuyos efectos se desplazan entre la visibilización y la efectuación, entre la reconfiguración de lo sensible y la producción material de lo fáctico. No estamos lejos del célebre fragmento nietzcheano: “No hay ningún acontecimiento en sí. Lo que sucede es un grupo de fenómenos escogidos y reunidos por un ser que interpreta” (Nietzsche, 2008, p. 60). Sin embargo, frente a las infinitas simplificaciones subjetivistas del enunciado, El aire sugiere que hay las dos cosas: hay interpretaciones, y hechos también. Y frente a la concepción positivista de la historia como reconstrucción de unos acontecimientos que permanecerían inalterables en el terreno de la objetividad, la novela de Chejfec propone que las interpretaciones, entendidas como procesos de producción de sentido, son parte de la dialéctica de los hechos. El artículo sobre la “tugurización de las azoteas” no implica la simple interpretación de un fenómeno preexistente, es una intervención textual que tiene efectos extradiscursivos. Ese texto implica cuanto menos tres cosas: la descripción de una distribución emergente de los cuerpos en virtud de un recorte del espacio urbano, una reconfiguración de lo sensible inédita para Barroso, y una opción de empobrecimiento que no formaba parte de las amenazas que lo acechan y precarizan su vida.

Poética de una imposibilidad

Como después de leer los diarios le quedan manchadas de tinta, Barroso no sabe “muy bien qué hacer con [sus] manos” (p. 49 -el subrayado es mío). Esas lecturas que configuran el mundo, lejos de proporcionarle alternativas para intervenir, lo instalan en un estado dubitativo para el que no encuentra remedio. “Qué hacer”, pregunta entre líneas el narrador. Se lo pregunta entre líneas, pero en ningún momento reconoce la trascendencia del interrogante. Y si la reconociera, quizá se limitaría a responder: nada, seguir leyendo. En efecto, Barroso es un lector reincidente. Además del libro y de los artículos de la prensa, lee también carteles callejeros, y las cartas de Benavente. En cuanto a las cartas, las espera con ansiedad y cuando llegan las lee con avidez. A diferencia del dogmatismo desapasionado con el que lee literatura, en contraste con la persuasión inmediata que le produce la prensa, aborda las cartas de Benavente con mayor escrupulosidad. Por eso el texto de una misma carta puede asumir inflexiones distintas: “Supuso haber leído antes palabras diferentes” (p. 23). Se le presentan como materiales fluctuantes: en la medida en que lo apasionan, puede jugar con la superficie textual. Si la partida de Benavente es una de las causas del deterioro sentimental de Barroso, las brevísimas cartas que le pasa por debajo de la puerta son textos que, al menos como lector, lo mejoran un poco.

Como la ausencia de Benavente “dejaba un vacío de realidad” (p. 87), como después del incendio de su oficina Barroso pierde su empleo, como ahora su vida se hunde en ese “presente aislado del universo” (p. 13), la narración de su vida asume la forma de una larga enumeración de ocupaciones alternativas del tiempo. Entre otras, una de las más frecuentes consiste en hacer cálculos. No “cálculos” en el sentido de elaborar planes de acción, ni siquiera pergeñados para nunca ser llevados a cabo, sino en el sentido mucho más elemental de imaginar medidas, volúmenes y cantidades. Beatriz Sarlo ha señalado al respecto que “el cálculo sin finalidad instrumental es la poesía para Barroso” (2007, p. 392). El comentario revela una concepción más o menos establecida acerca de la literatura, pero, como se vio, no es la concepción que tiene Barroso. Lejos de la noción de literatura entendida como una práctica sin finalidad instrumental, el texto literario cumple para el personaje la función de un oráculo. Barroso está capturado en un texto que prefigura para él una vida en cuyo horizonte la producción de poesía no es una posibilidad. En todo caso, es la voz del narrador la que, en virtud de la distancia desde la cual narra el mundo de Barroso, sostiene una poética a partir de esa imposibilidad. La poética del narrador se articula sobre el cálculo sin finalidad instrumental en el que se agota como posibilidad la poesía para Barroso.

Por un lado, “cada cálculo significaba una tensión, una urgencia”, y quizá la poesía no sea otra cosa que un modo de poner en palabras las tensiones de un cuerpo, las urgencias de una voz. Pero, por otro lado, lo cierto es que la tensión o la urgencia “en tanto tal apenas satisfecha dejaba de existir” (Chejfec, 1992, p. 20). La satisfacción, más o menos inmediata, en todo caso experimentada, debilita la fuerza poética que la tensión y la urgencia habían desencadenado. La posibilidad de una poética se insinúa, pero la tensión se desvanece en una satisfacción que clausura esa posibilidad antes de su efectuación. Barroso, improductivo ingeniero porteño, condenado a una tortuosa soledad, es en cierto modo la contracara de Samich, el protagonista de Moral (Chejfec, 1990), prolífico poeta del conurbano en torno de quien se forma una comunidad de “acólitos” y “allegados”. Es también muy diferente del narrador y protagonista de Baroni: un viaje (Chejfec, 2007), el itinerante y modesto coleccionista de arte popular que, sin aspiraciones literarias manifiestas, construye una poética con el hacer de los otros, inventa su propio hacer a partir del periplo, la mirada estética y el archivo.

Además de leer y quedar atrapado en el dominio de lo leído, además de agotar su imaginación en cálculos carentes de utilidad, además de recorrer las calles de una “‘ciudad en remisión’ que vuelve al desierto contra el que había sido fundada” (Rodríguez, 2022, p. 111), no es mucho más lo que hace Barroso. Si la narratología ha definido al personaje como una entidad “causante de acciones” (Martínez-Scheffel, 2011, p. 193), en Elaire, para Barroso, “Lo único que cundía era la inacción” (Chejfec, 1992, p. 105). Más que el protagonista de unos eventos memorables, más que estar enlazado a una serie de causas y efectos que hacen avanzar el hilo del relato, es el punto de articulación de un discurso sustancialmente deliberativo. Ahora bien, dentro del repertorio de lo que Barroso no hace, es preciso contabilizar lo que podría convertir su improductividad en una potencia: asumir la decisión de no hacer. En este sentido, Barroso está lejos de parecerse a Bartleby, el escribiente que no escribe, que se rebela contra el imperativo de trabajar, con su mantra lacónico y reiterativo: “Preferiría no hacerlo” (Melville, 2000). El personaje de Chejfec no prefiere nada, no elige entre las opciones que se le presentan como posibilidad. Su inacción, desvinculada de su voluntad, no es lo que hace, es lo que pasa. Por eso su inutilidad no constituye una poética, mucho menos una forma de disenso. Incluso es dudoso que le alcance para “soportar”.

Se puede pensar la situación de Barroso en contraste con las consideraciones que ha hecho De Certeau en torno al hacer de los consumidores culturales. Para el filósofo francés, “los procedimientos del consumo contemporáneo parecen constituir un arte sutil de ‘inquilinos’ bastante sagaces como para insinuar sus mil diferencias en el texto que establece la regla” (2000, p. 53). Sin embargo, para Barroso “Todo es igual” (Chejfec, 1992, pp. 48 y 54): vive en un mundo de equivalencias en el que todo se adapta a la regla que para él establecen los textos que lee. En este sentido, es un “inquilino” cuyos procedimientos suponen muy poca sagacidad. Para De Certeau, las “maneras de emplear” de los consumidores contemporáneos resignifican las producciones culturales. Son los artífices de una fabricación anónima y disidente, dispersa y deslocalizada (2000, p. 43). Pero Barroso, en lugar de resignificar, sustancializa lo que consume. En la novela de Chejfec, lo disperso y deslocalizado, lo que queda suspendido en el aire, es el propio consumidor cultural. Por eso las fabricaciones anónimas de Barroso, salvo quizá en lo que respecto a las cartas de Benavente, no alcanzan a disentir con el texto que establece la regla. Pero esto no quiere decir que en El aire no quede lugar para el disenso. Quiere decir, en todo caso, que no habría que buscarlo en las fabricaciones anónimas del personaje; que habría que interrogar, como se intentará en el apartado que sigue, las fabricaciones implícitas en otras maneras de emplear.

La “rebeldía elemental”

Dentro del repertorio de sus consumos culturales, dijimos que Barroso casi no hace más que leer y vivir en relación con lo que lee. El suyo no es un mundo lleno de signos sin más, es uno que sobre todo está lleno de signos lingüísticos. Signos que, por otra parte, no le dejan casi margen de acción, frente a los que no puede más que asumir el rol de un intérprete dogmático, tan asiduo como carente de sagacidad. No solo no puede dejar de leer, sino que, además, no puede alterar la forma en que lee. Su alteridad como lector consiste en una posición de sugestión absoluta, carente de ductilidad. Para Barroso, la literatura no deja de ser prefiguración, los textos de la prensa no dejan de iluminar el mundo y ensombrecer su destino, etc. Sin embargo, en El aire, no todos leen de acuerdo al dictamen de que “todo es igual”, no todos leen respetuosamente lo mismo. Hay quienes, por el contrario, frente a los textos, disienten. Algunos, por ejemplo, en lugar de obedecer, en lugar de sustancializar el texto leído, se burlan de la regla y orinan el texto, manifiestan su disenso a través del humor.

Barroso lo ve en uno de sus vagabundeos: algunos de los afiches que "llamaban a inscribirse en los Talleres Mixtos de Formación" estaban "cubiertos y percudidos por las deyecciones de perros y transeúntes nocturnos" (Chejfec, 1992, p. 168). Parafraseando a De Certeau, en ese modo de emplear, perros y transeúntes despliegan un arte sutil de “inquilinos” que insinúa sus mil diferencias con el texto. Si en su regla el afiche invita a formarse para un hacer, se le contesta con un deshecho disforme. Si el cartel establece una invitación a educarse para la producción, el gesto con el que se le responde es improductivo y “maleducado”. Si los afiches proponen una mixtura que tangencialmente confirma la diferencia entre lo masculino y lo femenino, la respuesta, proveniente de perros y transeúntes, desdibuja la diferencia entre lo humano y lo animal. Barroso no se suma a la partida de estos “inquilinos sagaces”, nunca desobedece. Sin embargo, la potencia de una de esas intervenciones habilita, cuanto menos por un instante, un efecto de lectura diferente, un germen de sagacidad:

por ejemplo, desde una pluma sostenida en el aire por una niña, reclinada sobre el pupitre y preparada para escribir, [sobre uno de los afiches] se dibujaba un reguero amarillento de orín cuya notoria prodigalidad hacía pensar en una incongruencia, porque habría sido necesario el equivalente de más de cincuenta lapiceras para equiparar las marcas dejadas por esos chorros de verdad (Chejfec, 1992, p. 168).

No queda claro si la incongruencia es un efecto de lectura que le corresponde a Barroso o al narrador. En todo caso, el texto es ambivalente, ambas opciones son igualmente legítimas, es una lectura a la que aparentemente arriban los dos. Tanto para uno como para otro, la intervención de los “inquilinos” produce un desplazamiento de sentido que pone en crisis la claridad del mensaje. La “notoria prodigalidad” del “reguero amarillento de orín” aparece como la tinta de un texto imposible, la materia con la que se escribe lo que con una sola lapicera nunca se podría escribir. Allí donde la niña está “preparada para escribir” un texto que se correspondería con lo que durante su formación habría aprendido en los Talleres, los perros y los transeúntes postulan sus pródigos “chorros de verdad”. La niña está “preparada” pero todavía no escribe. Su escritura no es más que una idea todavía carente de expresión. Así, la imagen del afiche sostiene una concepción de la escritura como expresión ulterior de una idea preconcebida, como si no fuese más que un desenlace, a cargo del cuerpo, de un ejercicio espiritual. En cambio, los orinadores responden con marcas que sugieren una concepción de la escritura distinta. Lejos de ser la contrapartida material de un ejercicio del espíritu, la escritura es “de verdad” materia, es pura corporalidad. En este sentido, la novela de Chejfec recupera de algún modo los términos en los que David Viñas, desde una concepción materialista, ha discutido, en buena parte de sus intervenciones críticas, el idealismo de la literatura de cuño liberal.

Viñas (2017, pp. 461-561) lee la historia de la literatura argentina como el espacio de proyección de una serie de posiciones sociales y de configuraciones temáticas, en las que se actualiza una matriz ideológica más o menos inalterable. Así, el proyecto de los escritores románticos fue concebido como un “programa del ‘espíritu’” dentro del cual se pensaba que había que escribir “contra el ancho y denso predominio de la ‘bárbara materia’” (p. 463). A su vez, el modernismo, desde una concepción literaria deudora de la idea del arte por el arte, “escamotea siempre que puede su relación con el dinero burlándose del ‘mercantilismo’ de quienes se profesionalizan, sobre todo en el teatro de esos años” (p. 484). Así también, los escritores de la vanguardia martinfierrista reivindican su juventud, descalifican a la generación de los mayores sólo por ser mayores, defienden su posición en un presente vivido “a la vez en lo inmediato y en lo eterno” y se proyectan “Hacia el futuro (…) [leyendo] y [descifrando] lo que viene de los centros imperiales de cultura” (p. 500). Son algunas de las articulaciones de la genealogía que construye Viñas en “Itinerario del escritor argentino”, donde el idealismo asume primero los rasgos de un espiritualismo secularizado, incurre después en una resacralización del arte y pasa más tarde por una especie de juvenilismo acrítico y derivativo. En la novela de Chejfec, la concepción acerca de la escritura que sostiene el afiche de los Talleres Mixtos se apoya en una matriz ideológica tan idealista coma la que Viñas subraya en el recorte de sus lecturas.

Frente a la intervención callejera que cuestiona esa concepción acerca de la escritura, Barroso lee la disidencia. En contraste con lo que les ocurre a los habitantes del campo, quienes han perdido la “capacidad de relacionar elementos diferentes” (p. 167), Barroso entiende la desobediencia de la micción contra la perspectiva oficial del afiche. El modo de emplear de los orinadores cambia la regla del texto y produce un desplazamiento a partir del cual Barroso manifiesta eventualmente cierta desobediencia como lector. Donde el afiche sostiene un discurso de consenso en relación con la preparación de los cuerpos, perros y transeúntes se presentan y dicen que no necesitan preparación alguna, que ya están listos para la acción. Por supuesto que sus marcas no son las que, desde la perspectiva de los Talleres, se esperaría que los cuerpos formados puedan producir. Por el contrario, son las marcas de un disenso. Ahora bien, puesto que el desarrollo de la matriz modernizadora en la ciudad que imagina Chejfec remite (Laera, 2014, pp. 47-48), las formas de la rebeldía también pierden efectividad. Si el disenso es un trabajo “que cambia los modos de presentación sensible y las formas de enunciación” (Rancière, 2010, p. 67), en el contexto de una ficción en la que se imagina una modernidad regresiva, no quedan para el disenso más que las posibilidades de enunciación empobrecidas de una especie de “rebeldía elemental”.

Es el narrador de la novela quien advierte que “en oportunidades anteriores [Barroso] había sido testigo (…) de la rebeldía elemental de los orinadores” (Chejfec, 1992, p. 168 -el subrayado es mío). Barroso lee la incongruencia en el afiche porque ya está al tanto de lo que parece haber adquirido la lógica de un fenómeno contracultural. Son esos cuerpos, con sus deyecciones, los que, en la Buenos Aires que Chejfec construye en El aire, hace tiempo encarnan una serie de intervenciones callejeras disidentes. Y, aunque para ello lo que hacen no son más que deshechos, no escatiman esfuerzos. En efecto, los orinadores “prodigaban el chorro con la máxima potencia y con puntería deliberada como si quisieran horadar la piedra sólida” (p. 168). La regla de los carteles tiene la solidez de la “piedra”, se presenta bajo la forma de una materia “difícil de horadar”. Aunque solo queden alternativas más bien elementales, los gestos de rebeldía deben prodigarse con “la máxima potencia y con puntería deliberada”. Pero en esta modernidad en remisión, allí donde rige la normalización de una precariedad extrañada, ni la potencia ni la puntería podrán adquirir la dignidad que les otorgaría su integración en un trabajo. Son las modestas virtudes que puede alcanzar la disidencia de los cuerpos precarizados. Queda por saber si semejantes virtudes tienen el poder de horadar la piedra, si pueden sacar a Barroso de su inanidad.

Personaje dado a los cálculos, la incongruencia es finalmente para Barroso un problema de cantidades. Lo que puede escribir una sola lapicera no es equivalente a lo que podrían escribir “más de cincuenta”. Es la falta de equivalencia lo que no cabe dentro de los límites de su imaginación. Por un momento ha podido leer la diferencia, el carácter disruptivo de la intervención; pero, en definitiva, esa diferencia lo supera. Por eso, después de un instante de sagacidad, en el que se juega para él la posibilidad de un nuevo régimen de interpretación, retorna a la inutilidad de sus cálculos: “Barroso intentó imaginar la cantidad de orina lanzada contra las paredes, pero tuvo que admitir que era un cálculo más fuerte que él” (p. 168). Allí donde la imaginación se empantana en el barro de los cálculos inútiles, el modo de emplear de Barroso alcanza un límite que no puede franquear. Su frustración es doble: por un lado, la pregunta por la cantidad le hace perder de vista que las deyecciones de los cuerpos podrían implicar una reconfiguración en relación con los modos de presentación de lo sensible y con el régimen de interpretación; por otro lado, Barroso admite finalmente que ese cálculo es “más fuerte que él”. Cuando calcular constituye un verdadero desafío, ni siquiera lo intenta, desiste.

Conclusiones

Chejfec construye en El aire una poética del extrañamiento que se sostiene a la vez en un texto vacilante y en la postulación de un mundo inestable. Cuando el proyecto modernizador entra en fase neoliberal y propone una estética de superficies pulidas e interconexiones dinámicas, Chejfec imagina otra cosa: el declive de una ciudad, los desgarramientos de un tejido social fragmentado y sin opciones de reconexión, los detalles aleatorios de una modernidad extrañada en la que Barroso, lejos de aprovechar las posibilidades de una desautomatización de la percepción, sufre una especie de automatismo desconcertado. En el contexto de consolidación de un orden social signado por la normalización de la precariedad y la reivindicación de la incertidumbre, Chejfec afirma que la incertidumbre puede favorecer los procesos de precarización. El extrañamiento que subyace como efecto de lectura en la novela no convalida ninguna certeza respecto de los procesos de configuración de lo sensible. Cuando la inestabilidad de la vida se convierte en la norma, la singularidad de las percepciones no puede garantizar el disenso.

El narrador de la novela pone la literatura entre comillas, establece respecto del texto una regla según la cual entre literatura y vida existe cierta discontinuidad. Aunque de un lado y del otro la voz sea más o menos la misma, las comillas establecen una distancia que Barroso pretende borrar. En este sentido, el personaje lee contra la regla del texto; pero no lo desobedece de manera deliberada, en todo caso lee dogmáticamente de acuerdo a la única regla que le puede adjudicar. Barroso disuelve sus poderes como lector de literatura en la disolución de la distancia estética, en la consideración de la relación entre literatura y vida como mera prefiguración. Por otra parte, literatura lee muy poco, sólo un fragmento y se detiene en ese punto en que la lectura mezcla y coagula un sentido que es a la vez un destino. La literatura lo atrapa, pero en el peor de los sentidos posibles: no porque no pueda dejar de leer, sino porque lo paraliza y no puede seguir. Contra las cualidades polémicas y polisémicas de la literatura, Barroso sustancializa el texto literario y queda desalojado de su propia escena de lectura.

Sin embargo, y aunque resulte inconveniente, construye una escena alternativa en torno de la prensa escrita, un régimen de lectura que desorganiza el espacio doméstico y que configura lo que Barroso puede percibir y pensar. Los diarios producen una serie de transformaciones materiales ostensibles: se acumulan, restan espacio y ensucian, se mezclan unos con otros y se mezclan con el resto de los elementos de la casa; pero también entretienen, informan, conforman una realidad que Barroso puede ver y entender en tanto y en cuanto los diarios proponen un recorte, una iluminación, una inteligibilidad, un proceso de configuración que tiene efectos más allá de los alcances referenciales de la descripción. La lectura de los diarios, a diferencia de lo que le ocurre a Barroso con la literatura, no funciona como una práctica estrictamente premonitoria. El sentido de los textos de la prensa escrita no se detiene en el señalamiento de un destino definitivo. Sin embargo, como lo que los diarios iluminan tiene aspectos sombríos, como lo que positivamente explican tiene rasgos negativos e inexplicables, adquieren una dimensión amenazante, un matiz que desestabiliza el presente porque ensombrece el porvenir.

Chejfec construye la voz de un narrador cuya poética se sostiene precisamente sobre la ausencia de una voz, sobre la impotencia para construir una poética. En la medida en que narra las desventuras de un personaje que no puede transformar esas desventuras en un hacer, puesto que cuenta la historia de un ingeniero que no puede transformar la inutilidad de sus cálculos en una voz capaz de reconfigurar para sí mismo y para otros el orden de lo que se puede percibir y pensar, la voz del narrador asume la distancia necesaria para tomar el relevo y transformar la imposibilidad de una poética en una poética de la imposibilidad. Allí donde Barroso no deja de callar, la voz del narrador despliega el relato de ese silencio. Allí donde el personaje supone que puede agotar la tensión de su cuerpo en una satisfacción más o menos inmediata, el narrador sostiene que la tensión que supone el programa de calcular lo incalculable no tiene como correlato posible ninguna satisfacción.

Barroso tiene, sin embargo, en uno de sus vagabundeos, un instante de iluminación. De golpe, la intervención de los cuerpos de perros y transeúntes le permite vislumbrar por una vez que no es verdad que “todo es igual”, que siempre es posible contestar el orden de la semejanza, que en todo momento se puede abrir una grieta en la superficie aparentemente incontestable de la voz oficial y producir un disenso. La intervención callejera sobre el cartel desmonta una concepción dualista de la escritura y propone una concepción distinta. Los cuerpos no son las materialidades bárbaras que descargan sobre el papel las tintas de aquello que los espíritus tienen para decir. Más bien, los cuerpos dicen porque son materialidades que pueden seleccionar y transformar otras tantas materialidades, en un proceso de producción de sentido que, a su vez, eventualmente puede reconfigurar el orden de lo sensible. La intervención callejera de perros y transeúntes asume para Barroso un poder semejante en la medida en que se integra para él en una serie de intervenciones que se le presentan como una suerte de movimiento contracultural. Pero en el contexto de una normalización de la precariedad extrañada, los cuerpos que disienten no exceden los límites de una “rebeldía elemental”.

Referencias

Chejfec, S. (2007). Baroni: un viaje. Buenos Aires: Alfaguara.

Chejfec, S. (1992). El aire. Buenos Aires: Alfaguara.

Chejfec, S. (1990). Moral. Buenos Aires: Puntosur.

De Certeau, M. (2000). La invención de lo cotidiano. 1. Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana.

Laera, A. (2014). Ficciones del dinero. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Lorey, I. (2016). Estado de inseguridad. Gobernar la precariedad. Trad. Raúl Sánchez Cedillo. Madrid: Traficante de Sueños.

Martínez, M. y Scheffel, M. (2011). El <qué>: acción y mundo narrado. Introducción a la narratología. Buenos Aires: Las cuarenta.

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Nietzsche, F. (2008). Fragmentos póstumos. Volumen IV (1885-1889). Madrid: Tecnos.

Rancière, J. (2010). Las paradojas del arte político. El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial.

Sarlo, B. (2007). Anomalías. Sobre la literatura de Sergio Chejfec (1997) y La ficción inteligente (1992). Escritos sobre literatura argentina. Buenos Aires: Siglo XXI.

Shklovski, V. (1970). El arte como artificio. En T. Todorov (comp.), Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Buenos Aires: Siglo XXI.

Viñas, D. (2017). Itinerario del escritor argentino. Literatura argentina y política. Argentina: Santiago Arcos Editor.

Recepción: 12 Septiembre 2023

Aprobación: 05 Marzo 2024

Publicación: 01 Mayo 2024

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