Libros
Zangrandi, Marcos. Los agentes dobles. Escritores y cineastas en la transformación del cine argentino. Rosario, Beatriz Viterbo, 2023, 186 páginas
En su libro previo, Familias póstumas. Literatura argentina, fuego, peronismo (2016), Marcos Zangrandi ofrecía una lectura muy aguda de una zona clave de la literatura argentina de los años 50 y 60, de autores muy reconocidos en ese momento ─Manuel Mujica Lainez, Beatriz Guido, David Viñas─ indagando en los modos en que los procesos políticos y culturales impactaron en el campo literario argentino en general y en estos autores/as en particular. Su más reciente investigación, Los agentes dobles, retoma ese período y vuelve a interesarse por las transformaciones del campo cultural en sintonía con los cambios sociales y políticos de la época, pero esta vez abriendo la discusión a otro ámbito ─el cine─ en el que el crítico viene trabajando desde hace varios años.
Debe destacarse, en primer lugar, la originalidad del enfoque metodológico: frente a otros trabajos que exploran el cine y literatura como territorios autónomos, entre los cuales se establecen relaciones basadas en la adaptación o la transposición, Zangrandi sugiere un vínculo mucho más complejo y productivo entre ambos lenguajes. No se trata de “pasar” de uno a otro, ni de la posible fidelidad de una película determinada al texto en que se basa, sino de una confluencia profunda que propicia la creación de nuevos modos de hacer ─y de “ver”─ tanto la literatura como el cine. A partir de esta premisa fundamental, el libro se concentra en el análisis de una serie de colaboraciones entre escritores/as y cineastas argentinos/as cuya asociación estratégica contribuyó a modelar tanto una literatura que buscaba acercarse al cine como un cine que se aproximaba a la literatura; ambas, a través de este lazo, redefinían sus límites y posibilidades estéticas, en una época marcada por el impulso a la renovación y la modernización.
El libro está organizado en una introducción extensa y cinco capítulos, cada uno de los cuales se focaliza en una pareja de colaboradores/as. La introducción, subtitulada “La proyección de un nuevo territorio”, delimita, en un primer momento, la noción de autoría que vertebrará el análisis. El auge de la figura del autor, originada en Francia pero que se diseminó rápidamente, supuso una novedad al habilitar el ingreso en el dominio del cine de una serie de procedimientos privativos, hasta ese momento, de la literatura. Central, en este sentido, fue el hecho de que los directores de cine oficiaran al mismo tiempo de críticos y propusieran relecturas que privilegiaban la calidad artística y las marcas de estilo propias de ciertos “autores” por encima del cine que obedecía a fórmulas preestablecidas. La crítica no se dirigía al cine comercial en sí mismo, sino a aquel que carecía de originalidad creativa. Erigido en artista, el director fue objeto de un culto que dio lugar a fenómenos particulares como las sucesivas “olas” y prácticas de lectura que trataban de rastrear en el corpus de un autor dado los rasgos personales que singularizaban su obra. En Argentina, de acuerdo con Zangrandi, el ideario del autor tuvo un desarrollo particular. Los directores se dedicaron menos a la crítica de cine, pero forjaron alianzas con escritores, de tal manera que la autoría adquirió un perfil “doble”: a diferencia de la política autoral europea, la argentina implicó un territorio común en que literatura y cine se interesaban e influían recíprocamente. Por otra parte, el cineclubismo, nacido en los años 40, dio pie al consumo de un cine que estaba fuera de los circuitos comerciales y promovió tanto formas de sociabilidad específicas como actividades y prácticas críticas que estimularon la cinefilia y el culto de los “autores”.
La segunda parte de la introducción traza un panorama muy esclarecedor del contexto histórico, político y cultural en que actuaron estos “agentes dobles”. El golpe de Estado de 1955 acabó por desmantelar el sistema de producción cinematográfica, que estaba en crisis desde hacía tiempo. Tras un año negro ─1956─ en el que no se rodó ninguna película argentina, se redefinieron las condiciones de producción y exhibición. Un Decreto-Ley aprobado en 1957 ─y revisado y modificado a lo largo de los años─ estableció nuevas normas que, en algunos casos, dieron lugar a encendidas polémicas, como la obligatoriedad de las salas de exhibir un porcentaje proporcional de cine nacional. También fue polémica la implementación de un nuevo sistema de calificación y de premiación. Dependiendo de su calidad artística y cultural, las películas eran categorizadas como A o B; las primeras se beneficiaban con una amplia difusión y acceso a premios, las segundas no. El intento de estimular cine de calidad a través de premios anuales a la producción nacional resultó fallido en la medida en que se tendió a favorecer a directores tradicionales. Pese a todas estos conflictos y tensiones ─ilustrados con cifras y ejemplos concretos─ Zangrandi destaca que el periodo fue muy productivo en términos artísticos y culturales. Las numerosas encrucijadas no impidieron ─más bien impulsaron─ nuevas derivas creativas, abriendo posibilidades y horizontes tanto para la literatura como para el cine.
Los capítulos dedicados a las diferentes duplas de escritores/as y cineastas no siguen un patrón establecido: al tratarse de agentes y de colaboraciones muy diversas entre sí, varía también el abordaje y las propuestas analíticas. En todos los casos, se aprecia un conocimiento profundo tanto de la literatura como del cine de la época y la voluntad de ofrecer lecturas originales, que exploran aquellos aspectos menos conocidos de la trayectoria de un creador ─como la producción literaria de Leopoldo Torre Nilson─ y que evitan los lugares comunes con respecto al binomio tradición/modernidad. De hecho, solo una lectura transversal como la que despliega este libro puede dar cuenta de los modos en que escritores y cineastas jugaron en ambos campos con proyectos tanto renovadores como más tradicionales. Las aproximaciones reduccionistas que establecen fronteras demasiado precisas entre épocas, generaciones o autores/as no puedan dar cuenta de los múltiples cruces y contaminaciones que tienen lugar en el campo cultural. Zangrandi, en cambio, ofrece reflexiones muy matizadas y muestra que existieron vasos comunicantes entre la cultura de masas y el impulso hacia la modernización que atravesaban tanto la literatura y el cine como la crítica sobre ambos. Resulta ejemplar, en este sentido, el análisis de la obra de David Viñas, escritor, crítico y guionista que cuestionó los aspectos más empobrecedores de la cultura popular, a la vez que hizo sus propias contribuciones en ese campo, escribiendo novelas policiales que firmó con seudónimo.
El periodo de actuación de los “agentes dobles” se extendió entre la segunda mitad de la década de 1950 y los primeros años sesenta. La primera dupla analizada es también una de las más célebres: Manuel Antín y Julio Cortázar. El encuentro entre ambos es ilustrativo de la atracción magnética entre cine y literatura: Antín, de vocación escritor, encuentra en Cortázar el germen de su gramática cinematográfica, mientras que a Cortázar le interesa la posibilidad del cine de horadar lo real, en sintonía con su propia escritura. La colaboración se da a cuatro manos a través de cartas y grabaciones, pero tras las experiencias positivas de La cifra impar (1962) y Circe (1964) sobreviene el desentendimiento: los autores difieren respecto al guión de Intimidad de los parques (1965), ya que el énfasis de Antín en lo psicológico por encima de lo fantástico no convence a Cortázar.Este desacuerdo marca el fin de sus colaboraciones. A continuación, Zangrandi aborda las incursiones en el cine de David Viñas en conjunto con Fernando Ayala, por una parte, y José Martínez Suárez, por otra. En ambos casos, se advierte la voluntad de impugnar el cine comercial y reivindicar, en cambio, una poética realista con capacidad de transformación social. Con esta premisa como hilo conductor, se estudian Eljefe (1958), de Ayala-Viñas, y Dar la cara (1962), de Martínez Suárez-Viñas, que señala además un procedimiento interesantísimo, pues Viñas partió del guion del film para escribir una voluminosa novela publicada el mismo año.
Los capítulos 3 y 4 se centran en el uruguayo Augusto Roa Bastos y sus colaboraciones con Armando Bó y Tomás Eloy Martínez, respectivamente. Leída en su momento como una suerte de traspié, la alianza entre Roa Bastos, un prestigioso escritor de izquierda, y Bó, un director de cine popular, prueba en realidad cómo las uniones cine/literatura podían potenciar a cada una de las partes. El guion de El trueno entre las hojas (1958), escrito por Roa Bastos siguiendo una estructura argumental sugerida por Bó a partir de diversos relatos del escritor constituyó un hito que superpuso erotismo y política. En vez de vaciar el contenido crítico del original literario, la versión de Bó hace que esas esferas se crucen: la mujer desnuda despierta simultáneamente el deseo sexual y el deseo de sublevación de los trabajadores explotados. Roa Bastos estaba convencido de que los procedimientos de la literatura podían operar transformaciones significativas dentro del cine. Los guiones coescritos con Tomás Eloy Martínez para el director Daniel Cherniavsky son otros ejemplos de autoría colaborativa que no se limitaba a “adaptar” un texto literario, ya que tanto los guionistas como el cineasta consensuaban diversos aspectos, desde los diálogos a las locaciones. El último piso (1962), basada en la novela de Jorge Masciángioli, ratificaba el esfuerzo por explorar una poética realista no mimética; la hoy perdida El terrorista, del mismo año, se hacía eco del tenso clima político de la época. A partir de 1962, de hecho, se intensificó la censura y se buscó prohibir la circulación de películas, nacionales o extranjeras, que atentaran con la moral o fueran sospechosas de “infiltración ideológica”.
El libro se cierra con una dupla emblemática de la sociedad entre literatura y cine: Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilson, que de hecho fueron un modelo y jugaron un rol clave en la modernización del cine argentino entre los años 50 y 60. La novedad y la riqueza de este capítulo residen en que en vez de centrarse en la colaboración Guido-Torre Nilson, se dedica a indagar la obra de Torre Nilson como poeta y narrador y los guiones de Guido para Fernando Ayala (Paula cautiva, 1963) y Carlos Orgambide (Los insomnes, 1985). En estos desplazamientos, se evidencian otras formas de relación entre el lenguaje literario y el cinematográfico: Torre Nilson escribirá textos independientes de su cine, proyectando espacios y personajes que lo ligan a figuras disímiles como Borges o Arlt. Por su parte, Guido, aunque buscara afirmarse como escritora, estuvo siempre ligada al cine; sus trabajos para otros cineastas permiten valorar otras aristas de su lazo con la pantalla al margen de Torre Nilson. Zangrandi destaca que con Ayala y Orgambide Guido le dio una torsión a su tratamiento de lo gótico, más novedoso en el primer caso, más tradicional ─y en clave paródica─ en el segundo.
Los agentes dobles, en síntesis, reexamina con rigor, inteligencia y una escritura clara y amena un momento clave de la cultura argentina del siglo XX. Las colaboraciones estudiadas fundaron un modo de relación entre la literatura y el cine que potenció ambos lenguajes y continuó en el tiempo, aunque bajo otras modalidades. El libro de Zangrandi constituye una pieza esencial, de hecho, para revisitar la obra de muchos otros cineastas y escritores/as que desde los años 60 hasta la actualidad han seguido reimaginando las posibilidades de interacción entre los libros y la pantalla grande.
Jorge Luis Peralta